El taxi se detiene. Unos cuántos metros más allá, con ese intencionado mal cálculo de los choferes, que ayuda a percibir la rapidez de las cosas y el estrecho tiempo del día. Se arregla la corbata. Espera unos segundos. Que aprenda. Como castigo. Parado, mirando el auto, como un ridículo duelo de honor entre un auto y un desquiciado. Prefirió terminar su simbólico castigo y caminó tres cortos, ágiles, pasos. Nuevamente se detuvo. El auto se alejaba como un cobarde. Ahí va mi taxi, restándole minutos a mi reloj, agobiado de tanta verdad expuesta. ¡Maldita impaciencia! ¡Dónde va el mundo tan apurado! A estrellarse contra el universo, con la fuerza de su propia inercia. A eso vamos a parar. Todos bien callados, con los ojos abiertos, observando la aproximación del impacto. Pensaba eso, cuando notó que volaba ya por los aires y notó que su muslo izquierdo le dolía por entero, y agarrotado de dolor. Se estrelló contra la acera, rodando tres veces. Terminó el vuelo boca arriba, mirando las blancas nubes que, aburridas, estaban suspendidas en el cielo. Está usted bien, perdone, pero es que no lo vi. No, no estoy bien. Usted me acaba de atropellar. Quería ver mejor el rostro del atacante, así que se incorporó suavemente. Venga para acá. ¿Yo? Si, si, quién más, no sea tonto. Era una mujer. Al dolor se sumó la adrenalina y una curativa excitación. No tiene de que preocuparse, a todos nos pasa. Esta es mi primera vez. ¿No diga? No se aflija, alguna vez hay que empezar. Se recostó sobre el cemento, sonriendo, y se desmayó.
Este es su auto. Iba recostado en los asientos traseros. La pierna le molestaba poco, al doblarla. Si, es mío. Obvio. Obvio. Por las ventanas entraba la luz de una depurada mañana. Quién manejaba el auto, notó con horror, no era la hermosa joven, sino un hombre. ¿Está usted maquillado? Sí. ¿Como una mujer? Sí. Mierda. ¿Perdón? Es la pierna. Ah. Se dejó caer junto con un notorio suspiro. Raptado por un travesti. Por un travesti. Por un travesti. ¿Dónde se supone me lleva? Al hospital. Las calles se sucedían, los negocios, la gente, pero nada era familiar. No reconozco este lugar. Debería salir más a menudo. Para que me sigan atropellando travestidos irresponsables. No quiso decirlo, para no provocar conflictos de opiniones. Se preguntaba si lo iría a violar. ¿Me irá a violar? Pero no todos los travestidos son homosexuales. Disculpe. ¿Sí? Usted no me va a, como expresarlo, veamos, es difícil, una palabra de seis letras. ¿Golpear? Golpear tiene siete. El conductor se giró para imprimirle un puñetazo en la cabeza. Creer que soy gay. Pero yo. Idiota, si me visto así no es algo que te incumba. Dio otro golpe, ahora en el muslo. Retomó el volante. Atrás se oían unos leves gemidos. Que sensible que es. ¿Cómo? Yo sólo preguntaba. La verdad se oculta tras el maquillaje de una mujer, recuérdalo siempre. ¿Su nombre? Federico Mitche. Un travesti llamado Federico. ¿En qué calles andará el taxi? En calles seguras, conocidas. ¿Dónde dijo estaba el hospital? Ya casi llegamos. No iban al hospital, podía presentirlo. Nadie confía en un extraño, menos en lo que no conoce. Por mi cuenta puedo llegar al hospital. ¿Ah? Que por mi cuenta puedo llegar al hospital. Nada de eso, fue mi culpa, es mi deber. No, en serio, déjeme bajar, tomo un taxi y me voy directo al hospital. No. Lo prometo. No se discute más, vienes conmigo. Seguramente él es el hombre y su pareja la mujer. Un travesti autoritario. Pero dijo que no era gay. No es gay ¿verdad? No, no soy gay, y deja de hacer preguntas absurdas, yo gay, ¡já! Un puño a ciegas buscaba entre el espacio central de los asientos delanteros dar con alguna parte de su cuerpo. El muslo derecho. Dolor. Eso duele. Deja de decir huevadas, entonces. Deje de golpearme, no tiene autoridad para eso. ¿Autoridad? Este es mi auto, como lo habías notado. ¡Pero usted me atropelló! Que descaro, tanto maquillaje para parecer mujer y es tan solo un monstruo, un sádico. Sobre mí acecha la muerte, desde que el alba iluminó las cortinas y el despertador me decía: arriba, vamos, hoy la vida se te acaba, respeta por lo menos las horas... Hemos llegado. ¿Dónde? Al Hospital. Con lentitud abrió la puerta del auto y salió intentando apoyar la pierna buena. No seas marica. ¿Yo? Tú, si, no seas maricón, si apenas te toqué. No quiso responder al darse cuenta que estaban frente a un galpón con un gran letrero de neón que decía “El Hospital”. ¿Y el hospital? Frente a tus ojos. ¡No hay nada aquí! A cada respiro su enojo crecía, le apretaba los dientes, le empuñaba las manos. ¿Qué pasa? Qué pasa, qué pasa, murmuraba y, cojeando como un inválido principiante, se alejó del auto. Qué pasa. Pasa que estoy en medio de la nada, con un travesti, una pierna probablemente rota y, claro, la pregunta más obvia es qué pasa. Me voy. ¿Adónde? Lejos. Querrás decir muy lejos. En el horizonte se divisaba la urbana línea de la ciudad. Muy lejos, en el horizonte, una asfixiante oficinita aguardaba su llegada, perdida entre los edificios y la gente vestida de terno, como militares de la institución capitalista. Estaba extraviado. ¿Por qué hizo esto? Me podría haber asaltado en cualquier lugar, mientras aún estaba inconsciente. ¿Asaltar? El travesti dio unos peligrosos pasos hacia él. Él aguardaba un golpe y se recogió. Cojo y cobarde. Como en el taxi. A todos nos pasa, pensó, perder el instinto de sobrevivencia y entregarse ante el oponente, sin conocer siquiera sus fuerzas y destrezas. Pero le dolía la pierna. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer? Nada. Pégueme si quiere. Ya te he pegado bastante ¿No crees? El travesti caminó hacia la puerta del galpón y su manera de caminar era pomposamente amujerado. Se burla de mis prejuicios aquel amariconado. ¡Hey! ¿Qué te pica ahora? Yo que hago aquí. Tengo un ensayo. Ah. La pierna comenzaba a dolerle. Si estás aquí no puedes hacer ninguna denuncia. Abducido por un travesti, tal como imaginaba. ¿No querrás denunciar el pequeño accidente, verdad? Tranquilo, tranquilo, sólo está abusando de su apariencia. Únicamente está asustado por la denuncia. ¿Qué denuncia? Así está mejor, ¿ves que es fácil ser amable? El travesti abrió la puerta y lo dejó solo cerrándola a sus espaldas. Y aún era temprano, según el viento y el cielo, ambos claros y fríos. Qué mal empezó el día, señor mío, qué mal. Se encorvó para vomitar, con mal cálculo, porque su espontáneo mareo cayó sobre la maletera del auto, y escurría como un ser extraterrestre comedor de metal. Mejor me voy. Arrastraba la pierna dañada con ambas manos y con la otra emprendía la calmosa huída. Un acto que provocaba una profunda lástima, al ver su cara desfigurada, sus ojos llorosos, el pie arrastrado por el polvo, una verdadera lástima. Estoico, seguro que su destino no finalizaba aquel día, se dio a la fuga. El sol ya se encargaba de la vomitina, perfumando de hedor el aire circundo al auto. La puerta del hospital se abrió nuevamente. ¡Ea, cojo, ven para acá! El cojo no hizo caso del llamado y siguió con el patético escape. ¡Te lo advierto, infeliz! Qué sabe él si soy infeliz, ahora sólo quiero llegar a la seguridad de mi mediocre oficina, dios, por favor. Un disparo. Un zumbido pasa junto a su oreja y, piensa, que veloz es una bala y que mortal su vuelo. La sangre abandona su cabeza, todo da vueltas, en espiral, directo al suelo. Por el cuello de la camisa lo arrastran. No puedo respirar. No sintió aflojar el cuello ni una disminución en el paso. No puedo respirar. Cuando lo dijo iban pasando a través de la puerta del hospital. Un portazo y la luz de la mañana desapareció ante sus ojos, detrás de una puerta de latón. Algo malo ocurre. Lo alzaron y fue sentado descuidadamente sobre un banco de bar. El estereotipo de barman le destapó una cerveza y le acercó un cenicero. Señoras y señores, este es el cojo. El travesti malhumorado le apuntaba. ¿Yo? Una carcajada general produjeron los misteriosos personajes sentados alrededor de una mesa redonda. Un payaso, un travesti, un mimo y una bailarina, supuso libre de prejuicios, de cabaret. Los caballeros de la mesa redonda. Sonrió burlonamente y tomó un sorbo de la botella de cerveza. Un poco temprano para tomar, pero si ellos invitan, a caballo regalado no se le miran los dientes. Hablaba como una anciana debido al miedo que sentía estar ante esos psicópatas disfrazados. Cojo, mírame. El payaso le hablaba. Cerveza en mano lo enfrentó. ¿Si? Te preguntas que haces aquí, con nosotros. Es posible. Cojo, te trajimos intencionalmente. El travesti interrumpió al payaso. Eras el único idiota tan temprano parado en medio de la calle. El payaso continuó. Necesitabamos un cojo, por eso el atropello. Las últimas palabras del payaso fueron un martillazo de desorientación. Me atropellaron para dejarme cojo, inválido, indefenso, quizás la pierna nunca sane, quizás deban cortármela, y ellos querían un cojo. ¿Y por qué no se buscaron uno, en vez de convertirme en un minusválido? Porque nuestros planes se concretaron a última hora, no podíamos coincidir en las horas, yo en las plazas, ella bailando, él también, y el otro en la calle, molestando a los paseantes, asaltándolos mejor dicho. Rieron. Los odiaba por lo que eran, por lo que representaban, por lo que buscaban parecer, sus rostros pintados, vestidos ridículamente, mofándose de él. ¿Qué debo hacer, además de agradecer el honor de esta peculiar reunión? Callaron. La bailarina susurro algo al oido del mimo. Baja ese tono, cojo. El travesti se levantó de su silla. ¿Siempre tienes que golpear a los tipos que te gustan? La bailarina reía desternillada. El mimo se levantó y con el cuerpo representó una cópula sexual. Ya le venía el orgasmo cuando el payaso también se levantó. ¡Basta, par de imbéciles! El mimo quedó congelado y la bailarina se secó las lágrimas. Si vamos a hacer esto, hagámoslo seriamente, ¿entendiste mimo? Bajó la cabeza en tono de disculpa, retomó su asiento junto a la bailarina y miró al cojo con una amplia sonrisa. Entonces es gay o bisexual. Y eso lo aprendió en la cárcel, seguro. El cojo se imaginó encerrado en una celda con el travesti. Dejó la cerveza en la barra, con la idea fija de que tenía una inequívoca forma fálica. Bueno, cojo, el plan es el siguiente: en un pueblo, a dos horas de viaje, hay una pequeña iglesia, en la cual hace dos días se descubrió una cruz de oro, con diamantes y todo, que era de la época de los españoles, eso no importa, lo que importa es que el cura loco de la parroquia no quiso entregarla a estudio, si no que la ofrendó a dios y está colocada en el centro del altar. Estos eran unos maleantes sin moral, dicho con exactitud. Herejes, carentes de ética, perversos. El mimo todavía le sonreía. Cínicos. Y tú, cojo, vas a entrar, la vas a tomar y la vas a traer hacia nosotros. ¿Qué? Quién sospecharía de un cojo. Pero si no soy cojo. Por hoy lo eres. No quiero serlo. Lo siento. Díganle la verdad. La bailarina, ebria, ausente de equilibrio, se paró. Necesitamos a alguien que no nos conozca ni nos pueda reconocer, ese es todo el misterio. Bien lo han hecho con esos disfraces. Esta es nuestra coartada, después de el robo cada uno regresa a su labor. ¡Cállate y siéntate! Por que no le decimos nuestros nombres también, pendeja alcohólica. El mimo tomó un ademán de enfrentamiento, tarde, porque el travesti ya le apuntaba con el arma. ¿La banda se desbanda? Una oportunidad de verse libre. Calmados todos. Tranquilos. Me disculpo con la señorita si fui un poco brusco. Se guardaron las armas y se aflojaron los puños. Tenemos que salir ahora si queremos que el plan resulte ¡No hemos dormido en dos días! Triste, pero es hoy o nunca. ¿Qué dicen? El payaso repasaba con los coloreados ojos a sus compañeros. Está bien, yo creo que se la piensan llevar igual, así que mejor hoy. El cojo estaba atento a la bailarina, aunque hermosa, seriamente tonta. Se nota que no saben lo que están haciendo. Robar una cruz de oro de una pequeña iglesia a dos horas de la ciudad con un cojo falso. Más que un plan, parecía una estupidez. La vida tiene, al fin y al cabo, un lado oscuro de inepcia. Me podría aprovechar de los tres chiflados y una mujer, convencerlos de que es irracional robar, especialmente en esta ocasión. Homo homini lupus. Entre ellos está la respuesta. Cojo, vámonos. ¿Ya? Si. No voy.Lo tomaron del pelo y lo arrastraron a la luz del día. Le dolía. El travesti no tenía nada de la amabilidad femenina. Por lo menos podía respirar. Eso no era amable, por cierto. Lo tiraron dentro del auto, el mimo se sentó junto a una de las ventanas. El cojo se estaba corriendo para irse al igual que el mimo, pero la puerta se abrió y el travesti lo empujó al centro. ¿Vieron la maletera? El payaso y la bailarina se dieron vuelta. No ¿Qué pasa? Hay algo asqueroso pegado a ella. ¿Mierda? No, es como vómito. Algún borracho, que sucia y desagradable puede ser la gente ¿No cojo? El payaso lo miraba ahora por el retrovisor. Es una insolencia vomitar el auto de otro, contestó mirando con pavidez al travesti. Tú lo has dicho, cojo. ¿Podemos irnos? El auto salió raudamente en dirección a la carretera. El payaso era un orate al volante. Cantaba, se movía, saltaba, y repetía sin cesar: hola, amiguitos. El cojo trató de dormir, apoyado en el travesti. Éste pareció no molestarse y, ceñudo, miraba por la ventana. El mimo jugaba con las personas de otros autos, burlándose de sus caras, lo que provocaba un exceso de velocidad en el auto involucrado. La bailarina se retocaba el maquillaje. El payaso seguía alborotado. Y ya llevaban una hora de viaje. Un manotazo en la frente despertó al cojo. Estamos en el pueblito. El payaso ya no saltaba; iba serio, irónicamente serio. Llegamos, bebé. La bailarina deslizó su mano izquierda por la pierna derecha del payaso con movimiento ascendente, arriba, al centro. El payaso brincó gritando: hola, amiguitos. Con la otra mano la bailarina sujetaba la del mimo, en secreto, casualmente. El mimo miró la cara del cojo y desfiguró su rostro en una exclamación de espanto. ¿Tanto terror tienes que es notorio hasta en tu cara? Llegamos. No, no, no puede ser, qué hago, qué hago, no tengo como salir, por dónde, si no puedo ni correr, qué hago, ya sé, ya sé, como no se me había ocurrido antes, ya sé. Bájate, aquí tienes una muleta. ¿Y ahora me la dan? Haz caso, la improvisación es el verdadero arte. De qué le hablaban. Nadie gana medallas de honor por robar iglesias. Vas directo a la iglesia, entras, caminas hasta el altar y con confianza tomas la cruz, y sales, vienes, entras al auto y nos vamos. Una gran estupidez era el plan. ¿Y ustedes creen que el cura loco me va a dejar salir? Por supuesto. No creo. Ayer vino Tomi con un disfraz de cura y le explicó a este otro cura que el cuidaba un hogar de minusválidos, los cuales querían ver la milagrosa cruz, para orar y qué se yo. ¿Tomi? El barman. Ah, el barman. Creen que soy parte de la familia, que debo conocer a todos, si no soy más que el cojo para ellos. ¿Y el cura creyó la historia? Obvio, si está loco. No hay argumentos para desafiar la inteligencia de estos tipos. En piedra dura no entra agua. Bueno, me bajo. Bajó primero el travesti y ayudó a salir al cojo. ¿Sientes eso? Era el cañon de un arma. Cualquier estupidez y te disparo desde aquí. El cojo sacudió la cabeza y por poco no bota sus lentes. Anda rápido. Se apoyó en la muleta y cruzó la calle hacia una pequeña capilla blanca, con techo de barro rojo y una cruz de madera al final de la estructura. Qué vergüenza me da pertenecer a semejante atraco, guiado por enfermos mentales. Los portones estaban abiertos de par en par. Al final del pasillo, algo titilaba con la escasa luz del sol que entraba por los vitrales. Por dentro la iglesia era rústica, con pilares gruesos de madera, cuadros de la crucifixión en ambas paredes y más arriba, limitando con el techo, unos vitrales con el nacimiento de Cristo. El altar, de madera, con un mantel blanco encima, era el único soporte para la magnífica cruz de oro. Cómo un signo espiritual puede generar tanta codicia. La miraba, extasiado. ¿Usted es uno de los inválidos? Algo le hablaba. Desde dónde, no sabía. Aquí, señor. Miró hacia abajo. Era un cura enano el que le dirijía la palabra. Si, soy uno de ellos. Pobre, no te afligas, el Señor está a tu lado. ¿Y dónde está ahora mismo, cuando más lo necesito? En tu voluntad de ser salvado, de salvarte a ti mismo. Hijo, ser cojo no es un gran problema, no dejes que eso destruya tu alma. ¡Rézale al Señor! Unas manitas se alzaron y el cojo se tragaba las ganas de reírse del curita canoso. Bueno, me tengo que ir. ¿Y los demás? Afuera, los voy a llamar. La cruz le pesaba en una sola mano, pero tenía que usar el otro brazo para “improvisar” con la muleta. No se lleve la cruz. No le prestó atención al curita. ¡Oiga, esa cruz no puede salir por esas puertas! Tengo que hacerlo, unos tipos me atropellaron, no me llevaron al hospital, o seas sí, pero el cuento es largo, y me trajeron hasta aquí. Eso está bien, si lo llevaron al hospital y lo trajeron a honrar al Señor. ¡No, no está bien, porque o les llevo la cruz o ellos me matan! Giró para ver al humilde servidor del Cielo. El curita sostenía un arma. Hijo, no salgas, te lo advierto. ¡Ellos son los malos, vaya ha dispararles afuera! Federico Mitche, la bailarina, el mimo y el payaso. Ah, y el barman. Pobre alma condenada, qué tonterías estás diciendo. Usted dijo que dios me iba a ayudar. Si, pero primero trae la cruz. La miniatura de sacerdote no entendía. Le estoy dando los nombres para que los entregue a la policía. ¡Oh, Señor! Apiádate de este inválido que muchos pesares a sufrido y que hoy demuestra una derrota ante Satanás. Trae aquí la cruz. ¡Si tanto la quiere, tome! No tuvo tiempo de calcular distancias y fuerza, así que la arrojó al aire, sin saber muy bien dónde iba a caer o si se rompería con el impacto. No creo, es oro. ¿El oro es resistente? Un disparo quebró uno de los vitrales. El curita yacía de espaldas. Entre sus ojos asomaba la cruz de oro. La sangre corría despacio por los escalones del altar. El cojo dejó la muleta y caminó hacia el curita. Milagro, la pierna no me duele. Quizás Dios ande por ahí. Tomó la cruz y la extrajo del cráneo del cura. No quería escuchar, no quería escuchar. A través del arco de los portones irradiaba la luz del día, rutilante, enceguecedora. El cojo se levantó, adolorido por su pierna. Quizás Dios sólo anduvo de paso. ¿Qué opciones hay ahora? De todas formas ellos me matarán. Siguió con el laso caminar hacia la salida. Deslumbrado, cerró un poco los ojos...
¡La mató porque lo pasó a llevar! ¡La mató porque lo atropelló! ¡Ella se bajó a ver como estaba y la mató! gritaba un lunático muy cerca. Policías le apuntaban con sus armas y le decían que bajara la llave de cruz. Frente a él no estaba el auto con la pandilla de desadaptados. No había nada. Es decir, sólo un auto con la maletera abierta. Y muchos policías. De reojo miró hacia atrás para verificar si la iglesia estaba aún a sus espaldas. No. Una calle. Su calle. Estaba a unas cuántas casas de la suya. ¡No se mueva! ¿Qué ocurre? ¿Dónde estoy? La cruz, la cruz. Sostenía una cruz de hierro, de esas para liberar los neumáticos. Cubierta en sangre. Una joven mujer sangraba copiosamente por la frente. Una hermosa mujer. ¿Qué he hecho? ¡Señor, llévame al hospital, te lo ruego! Soltó la cruz. Cayó de rodillas. Raro, pero echaba de menos al travesti. Y quién sabe si a la bailarina también. Finalmente se desplomó, agotado.
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