domingo, junio 21, 2009

de noche las balas rezan.



La venganza le provocaba insomnio. Había optado por tapiar las ventanas para dejar fuera la luz del Sol; acolchar las murallas para evitar los ruidos innecesarios y molestos; tomar somníferos compulsivamente. Dormir lo mantendría alejado de sus pesadillas.

No resultó. Ninguna pastilla lograba adormecer el odio. La violencia en su sangre. Alguien tenía que morir. ¿Se puede descansar con eso en mente?

5:09 a.m. Se levantó del sofá. Seguía vestido, no había necesidad de cambiarse o ponerse un ridículo pijama si se estaba toda la noche despierto. Todos los días eran un mismo día, un círculo, nunca se despertaba en la mañana, sólo la esperaba. Cinco meses habían pasado. Para él, un largo y único día.

En el armario mantenía oculta el arma, debajo de un montón de zapatos viejos, bajo una de las tablas. La buscó. La habitación, cerrada por entero a la luz del día, era oscura y silenciosa. Húmeda. Alcanzó el arma con la mano izquierda, la sopesó con la derecha, y al cargarla el sonido metálico del mecanismo se colgó del aire. Aún funcionaba.

La solución al insomnio era clara y precisa. Un tiro al corazón, medio a medio, desde tres metros y un poco menos. Después un tiro entre ambos ojos, en el punto más expuesto del cráneo.

Verificó su destreza con el arma apuntándola en la oscuridad. La sentía confiable en sus manos. El tacto para disparar nunca se olvida. Es como andar en bicicleta, según dicen.

Abrió una ventana. El aire de la ciudad entró curioso a la habitación. Se escuchaban los primeros autos de la mañana. No esperaba sentir nostalgia por la desgastada silueta de los viejos edificios.

Quitó otra tapia. El viento aprovechaba el pasadizo para crear al centro de la pieza un débil remolino. El hombre se sentó a la orilla de la cama. Miró su pálida cara en un espejo que estaba en el suelo, apoyado en la pared. Estaba muy delgado. Unas profundas ojeras caían de sus ojos. La cara la tenía cubierta por una hirsuta barba negra. Olía mal. Toda la ropa estaba amarilla, rígida, contagiada a la piel.

Levantó el arma. El otro hombre debe morir, pensaba el hombre, el otro hombre debe morir, es necesario, ¿qué te pasa?, fuiste una vida entera el más hábil de los sicarios, ¿y dudas ahora?, dudo, dudo completamente, y pienso en Andrea.

Una a una fue sacando las balas del arma. Las empuñó con fuerza y apretó la mano contra la frente. Los ojos estaban apretados, luchaba contra la humillación, contra la culpa, contra el deseo de matar.

Una a una lanzó las balas por la ventana. Las seis balas. Las seis letras de Andrea.


21 de Julio de 2002