sábado, diciembre 01, 2007

Martes santo.

El martes, como todos los martes, a eso de las tres de la tarde, Jericó visitaba al deforme. La gente le llamaba así. Deforme. Pero lo que no sabían era que el hombre deforme sólo tenía la mitad del rostro desfigurada. El lado izquierdo era una visión horrenda. Y este hombre de rostro deforme escondía la dañada piel con pintura; se pintaba como un arlequín y la mitad informe de su labio era una grotesca sonrisa. No era ningún placer verle, pero para Jericó ya era un reto escuchar las confesiones de un hombre ensombrecido por su propia monstruosidad.

- Llega tarde, Padre.

Desde un rincón, oculto entre las sombras de un amplio entretecho, una grave voz llamaba a Jericó.

- Lo siento, hijo. Hoy la misa congregó a muchas señoras impacientes por recibir respuestas del Señor.

Jericó se sentó en la única silla que había en la habitación. La tenue luz que entraba por la ventanilla iluminaba un raído colchón en una de las esquinas. No había nada más dentro de aquel espacio. Sólo Jericó y el deforme.

- ¿Y Dios les dio respuestas a las ancianas aterradas por la proximidad de la muerte?

- A su tiempo Dios se las dará.

- Cuando estén muertas.

Jericó dejó caer la grave Biblia que llevaba en las manos. Se tomó la cabeza con ambas manos.

- Gabriel, deja ese sarcasmo. ¿Crees que el mundo te odia por... por?

Jericó vacilaba.

- ¿Por mi deformidad, Jericó?

El deforme acercó su rostro a la pálida luz.

- ¡Mírame! Con odiarme a mi mismo basta. Aunque pronto todo eso cambiará.

Jericó levantó la Biblia del piso y le sacudió el polvo.

- Espero que eso sea verdad, Gabriel. Hace mucho tiempo te vengo diciendo que deberías salir, aprender a vivir contigo mismo. El Señor no te ha dado la vida para que la desperdicies.

- No, sólo para deformarme.

- Eso fue un accidente y tú comprendes que dentro del libre albedrío que Dios nos otorga el azar también tiene un espacio...

Con un grito de repudio el deforme se arrastró para resguardarse en el rincón a media luz.

- Es un maldito ególatra que creó un juego y olvidó las reglas; Dios no me sirve y nunca lo hará.

- No digas eso. Dios únicamente puede salvar tu alma... ¿Por qué me has hecho venir todos los martes, a esta hora, desde hace dos meses si no quieres rendirte a la misericordia y el amor de Dios?

- Para que escuche mis confesiones.

- ¡Pero si sólo has confesado pecados de tu infancia y me has hecho escuchar tus agresiones hacia todo lo luminoso que existe en el mundo!

El deforme se rió de las palabras del Padre.

- Lo luminoso. Es usted un mal poeta, Padre. Pero no se preocupe. Hoy mi confesión no será como las de antes. Escuche con atención, Padre:

Hace exactamente dos años celebrábamos el cumpleaños de mi hermano menor en su nuevo departamento. Era un edificio recién construido así que eran pocos los departamentos ocupados. Teníamos la música muy alto, por lo que no escuchamos la primera explosión.

- ¿Explosión?

Interrumpió Jericó.

- Cañerías dañadas de gas. De repente, la cocina explotó también. El fuego se expandía rápidamente. Al principio nos quedamos mirando, maravillados de los largos brazos del fuego; después todos estallaron en pánico y corrieron hacia la puerta principal. Los pasillos estaban en llamas y era difícil alcanzar las escaleras. En todo ese caos, sonó el telefono.

- Los bomberos, seguro.

- ¿Para qué van a llamar los bomberos por teléfono, Padre?

Jericó quedó pensativo.

- Llamaba la novia de mi hermano desde su teléfono celular. Desesperada, le decía a David que se encontraba en el ascensor, detenida, encerrada, asustada....

- ¿David es su hermano, verdad?

El deforme movía negativamente la cabeza.

- ¿Es que no presta atención, Padre, a mi última confesión?

- ¿Y a que se debe que sea la última?

- Porque con ésta podré tener al fin la conciencia tranquila. ¿En qué iba? Estaba Consuelo, la novia de mi hermano David (le queda claro, Padre) encerrada en el ascensor entre el piso de mi hermano y el piso inferior. Tenemos que sacarla, chillaba David. Buscamos algo que nos ayudara a abrir las puertas del ascensor. Él tomó una llave inglesa y yo un trozo de metal que encontré entre los restos de la cocina. Sofocados por las llamas logramos luego de un esfuerzo sobrehumano abrir las puertas. El ascensor estaba precisamente a unos tres metros más abajo. Ve tú, me dijo David, y yo los recibo a ambos. Salté sin querer discutir en medio de un incendio. Después de todo era su novia. Abrí la escotilla de escape y Consuelo, histérica, saltaba sin dejar de mover sus brazos. Sácame de aquí, sácame de aquí. Gritaba sin control. Entre sus chillidos y los gemidos de mi hermano, pensé en verlos morir, consumidos por las llamas. Yo pensaba al igual que ellos en salvar mi vida, pero no estaba alterado. Saqué a Consuelo con brusquedad y, podríamos decir, se la arrojé con fuerza a David. Él la tomo con torpeza y demoró un poco en subirla. El humo ya no me dejaba ver bien. Los veía en la orilla de las puertas. Al instante dejé de verlos. Esperé unos segundos. Grité el nombre de mi hermano varias veces. Silencio. Creí que habían muerto incinerados. Y sentí culpa. Qué estúpido de mi parte. ¿No lo cree así, Padre?

Jericó despejó su mente de las escenas relatadas por el deforme.

- El amor fraternal nunca desaparece, hijo, porque se lleva en la sangre.

- Cierto. Yo no odio a mi hermano por dejarme ahí. Pero ya no siento ningún cariño por él. Y salvé a quien ahora es su señora esposa. Mi rostro por la felicidad de mi hermano. Pero él debería tener sólo la mitad de esa felicidad, tal como mi rostro. En recompensa deberían devolverme mi mitad ¿No cree, Padre?

- Eso no es posible.

- Dios no puede.

- Nadie puede, Gabriel. Deberías dejar crecer tu parte sana...

- ¡No! No, Padre. Estos dos años he estado muerto. ¿Pero que son dos años si puedo retomar la vida e incluso la eternidad?

Las sudorosas manos de Jericó se abrían y cerraban.

- No entiendo, hijo.

- Cuando estaba sobre el ascensor, rodeado de humo y quemándome vivo por el calor intenso, apareció un anciano, sin ojos, calvo, de facciones delgadas y manos con largos, huesudos dedos.

- ¿Imaginaste algo mientras estabas encerrado?

- No. El era real. Su presencia traía el silencio; un gélido silencio. Y yo veía las llamas y sabía que hacía calor. Pero dentro de ese silencio hacía frío. En una de sus manos sostenía un libro. Léelo, me dijo, está en una lengua que no comprendes, pero que ya comprenderás. Y se disipó junto con el humo. Me ví con un libro atrapado en un ascensor, ahora más sorprendido que asustado. Fue entonces que el ascensor comenzó a subir y en el momento que pasaba frente a las puertas del piso de mi hermano, éstas se abrieron y recuerdo apoyar el libro sobre la parte derecha de mi rostro y escuchar el rugido de las llamas. Un mes después desperté en un hospital público, vendado por completo, con el libro encima de mis rodillas. Y comencé a leerlo, sin comprender nada al principio.

- ¿Y tienes ese libro contigo ahora, hijo?

Como una sombra, el deforme se delizó hacia el colchón. Metió la mano debajo y extrajo el libro. Un libro de cuero rojo. El deforme se lo entregó a Jericó. Éste lo hojeó con notoria fascinación. No podía distinguir las letras o símbolos en las páginas.

- ¿Entiendes lo que dice, Gabriel? Es una escritura bastante extraña. ¿Y esto te lo dio aquel... aquel ser?

- Si.

- ¿Y qué dice?

- Es secreto. Pero ya que usted a sido tan fiel hacia mí, le contaré. El libro es un enigma. Un enigma que hoy he resuelto. “En la guerra de los Cielos los Demonios caídos buscaban el cuerpo de un Ángel para retornar al Paraíso. Y sólo uno lo logró. Su nombre fue Lucifer. Pero Dios lo descubrió y enterró a Lucifer y a sus Demonios en lo profundo de la tierra, donde no hay más luz que la del Fuego...” Es uno de los párrafos, mal traducido, pero eso cuenta.

- No llego a comprender. ¿El libro es un relato bíblico “no oficial”?

- Es un hechizo, Padre. Acérquese para que entienda de una vez y no siga sufriendo por la incertidumbre.

El Padre se acercó al deforme. La mitad pintada le provocó temor por primera vez. Sin darse cuenta, el deforme puso su mano izquierda en la cara de Jericó, y la mantuvo con fuerza. El Padre intentaba soltarse desesperadamente.

- ¡Gabriel, suéltame! ¡Qué haces, hijo! ¡Suéltame!

- Se me olvidaba algo Padre. El hechizo funciona para los humanos. Sólo se requiere de un hombre devoto a Dios. Y en dos meses usted a demostrado serlo.

- ¿Qué dices? ¡Qué vas a hacer!

- Quedárme con su rostro, Padre, y usted con el mío.¿Podrá mirar a Dios con mis ojos?

El Padre abrió ampliamente los ojos que miraban a través de los dedos del deforme. Luego los cerró y la mano se retiró violentamente de su rostro. Jericó sonreía. Gabriel se tocaba el cuerpo y gritaba angustiado. Cayó al suelo llorando.

- No llore, Padre. En dos años usted podrá hacer lo mismo que yo, si consigue comprender el libro.

Jericó se levantó y caminó hacia la puerta.

- Qué me has hecho, Gabriel, por qué lo has hecho.

- Para vengar el rostro que llevas, Jericó.

El Padre salió de la habitación. Cuando bajó los dos pisos y estaba abriendo la puerta principal, aún podía oír los lamentos del deforme.

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