domingo, agosto 19, 2007

Otra tarde en el hospital.

Otra tarde en el hospital. Miguel reconocía los pasos de las enfermeras entre el caminar de los otros visitantes. Tanto tiempo llevaba visitando el oscuro laberinto de concreto por donde se perdían los doctores y enfermos. ¿Años? Trató de recordar. ¿Fue con el accidente que comenzaron las visitas, las visitas consideradas obsesivas, las agotadoras visitas que aseguran han convertido mi vida en un monólogo? Qué importa, nada, lo único cierto es que era otra tarde en el hospital. Interrumpió sus cavilaciones la voz de una mujer.
-¿Señor Miguel Marnas? –Miguel miró los firmes senos de la enfermera.
-Sí, soy yo, ¿qué ocurre?
-Sígame por favor.
La enfermera enfiló hacia los ascensores sin esperar respuesta de Miguel. Él se concentró en los pasos de la mujer. Nunca los había escuchado. No los conocía.

Las manos de la enfermera se cruzaban a la altura de las caderas. Miraba inexpresiva los números en la pantalla digital. 5, 6, 7...
-¿Dónde exactamente vamos? –preguntó Miguel.
-No se preocupe, señor Marnas, está todo bien –dijo la enfermera sin girarse.
Miguel pensó que la enfermera se abstenía de darle malas noticias, que fingía no prestarle atención, cuando ella en verdad estaba quemándose viva por tener que guardar en silencio las dos palabras que sólo el doctor tenía el privilegio de decir: ella ha muerto.

El blanco suelo del piso 13 reflejaba los neones del techo; daba la impresión de ver a la luz reventarse al caer desde el techo. La enfermera tenía un paso rápido, incómodo, rígido, y seguía la línea de los reflejos. El caminar de ella puso en alerta a Miguel, que no confiaba en el andar militar; significaba que se estaba escondiendo algo, que se estaba listo para atacar o escapar, la enfermera tenía un secreto y lo defendería hasta el fin. ¿Pero qué escondía? Miguel se detuvo.
-Hasta aquí llego –dijo con enfado.

La enfermera giró sobre los tacos de sus zapatos rojos. No dijo nada, pero su mirada era otra. Cálida. Comprensiva.

Sí. Ella había muerto.

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