lunes, agosto 20, 2007

Hoy no es su día.


La ventana, por mucho que la inspeccionara con la vista y la imaginación andando, no mostraba más que la misma esquina gris de todas las mañanas. El señor Alabrín intentó aguzar el oído. Cerró los ojos, podía ser que entre la vorágine acústica (mitigada en parte por la ventana de grueso vidrio) emitiera algo distinto, un sonido incomparable. No el desagradable sonido de una violenta bocina, seguramente de algún conductor neurótico. los estudios demostraban que el cincuenta por ciento de la población en La Capital padecía de neurosis, enfermedad psiquiátrica comúnmente asociada a el estrés en el trabajo, y el señor Alabrín estaba comenzando a sentir los primeros síntomas: abulia, insomnio, baja del apetito sexual. Lo último no era preocupante.

-Despierte, Alabrín, hay muchos que matarían por estar en su puesto.

El señor Alabrín volteó desconcertado y –sin saber por qué- le sonreía al hombre que asomaba con la mitad del cuerpo, escondiendo las piernas detrás de la puerta. El señor Alabrín imagino por un momento que aquella mitad de hombre, el señor Gerencia, era un muñeco de trapo manejado por un titiritero gigante. Invisible.

-Despierto, señor, siempre despierto, tengo casi terminado el informe sobre el aumento en las tasas de interés, vaya tranquilo, vaya con Dios-. El señor Alabrín sudaba.

-No le entendí un carajo, recuerde el informe sobre el aumento en las tasas de interés. ¡Despierte!

El señor Gerencia se retiró cerrando la puerta y le fue evidente al señor Alabrín la molestia de su jefe. No es ni siquiera mi informe, pensó en silencio, no es mi informe y se puede ir al Infierno, no tengo por qué hacer su informe.

Surgió otro pensamiento, uno que proponía el “qué tal si el señor Gerencia”… y un inclasificable sonido seguido de gritos de horror, laceró el silencio. A mitad de pasillo, aplastando al señor Gerencia, reposaba un escritorio completo, incluyendo al empleado que lo ocupaba. Una densa polvareda blanca ocupó el espacio. Desde el bien calculado y esférico agujero en el techo miraban los compañeros del caído. Éste, claramente avergonzado, no se atrevía a levantar la cabeza. ¿Cómo podía caerse con tanta precisión un cubículo de trabajo sobre un ser humano?

-Señor Alabrín –el Diablo le rodeaba con un brazo los hombros para empujarlo de regreso a la oficina-. ¿Puedo hablar con usted un momento?

El señor Alabrín habría buscado cualquier excusa para no continuar siendo testigo del aplanamiento de su jefe, accidente laboral que dentro de las estadísticas da un número despreciable: muerto, bajo un concéntrico pedazo de resistente concreto, en medio del pasillo, podía ver a un hombre que odiaba. Los complejos planes que había urdido en las horas de trabajo, entre todos ellos, no existía ninguno llamado “botar el techo sobre su cabeza”.

-Por favor, pase –dijo el señor Alabrín regresando del profundo viaje por su feliz y también culposo ego. Se sentía más joven, electrificado, inmune al mundo.

-¿Aliviado? –preguntó el Diablo sonriendo comprensivo.

-¿Aliviado? –el señor Alabrín se sentó detrás de su escritorio-. ¿A qué se refiere?

-A la casualidad de que el jefe que tanto detestaba hace cinco minutos se ha convertido en una alfombra que difícilmente combine con la decoración de este magnífico banco. ¿Me va a aprobar ahora el préstamo que venimos discutiendo?

Se escucha una bocina. El diablo se sienta y a sus espaldas Alalbrín distingue a sus compañeros tratando de retirar al señor Gerencia de los escombros. Aburrido, el diablo se mira las uñas. Una secretaria grita y se desmaya cuando Junior, tirando con fuerza, arranca el brazo derecho al señor Gerencia. El diablo levanta la vista. El señor Alabrín se recompone.

-Puedo continuar, si quiere –dice el diablo mirando por sobre su hombro-, pero la verdad no tengo el tiempo. Sólo necesito mi dinero.

El señor Alabrín asiente, nervioso. Por Fortuna el diablo y él se conocen desde pequeños.



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