sábado, abril 07, 2007

Cuento sin amor.

No era la gran cosa. Sólo se mudaba a un nuevo departamento. No fue ella quien me pidió que le ayudara a cambiarse. Fue mi primo, que un día cualquiera, temprano, me visitó y dijo: vamos a ayudarle. Yo no la conocía. Soledad. Ese era su nombre y era todo lo que sabía respecto de esta amiga de mi primo que, en palabras suyas, era una de las mujeres más hermosas que revoloteaban por el mundo. Primero pensé en una mariposa pincelada de varios colores tenues y vivos que volaba en zigzags, arriba, abajo, volando... Pero las mujeres no tienen alas y las mariposas son unos tímidos insectos que nada tienen que ver con la especie humana. Así que me enfoqué en subir el pesado sillón a la camioneta, amarrarlo y esperar a conocerla. Sólo quedaba ese sillón blanco, suave, blando. Le sugerí a mi primo llevar el mueble a mi casa, porque en realidad era tiempo de tener un sillón tan confortable. Una negativa de su parte hizo que me retractara. Era una broma de todas formas. Ya en dirección al nuevo habitáculo de su amiga y al ritmo de Bob Marley and the Wailers, me fue contando un poco respecto de Soledad. Tímida, coqueta, risueña y liviana. ¿Liviana? Buena onda. Ah. No era de Santiago. Y era bonita. Lo repitió tres o cuatro veces. Me negaba en cierta forma a creer en sus palabras. Las descripciones ambiguas y poco específicas acerca de Soledad no permitían a mi imaginación formular un cuerpo, un rostro, una sonrisa; a él le gustaba, claro. Pero como dicen, ver para creer.

Estacionó mi primo la camioneta justo frente a la recepción del edificio de su helénica enamorada y fue a avisarle que habíamos llegado. Ella le preguntó con quién andaba. Con mi primo, dijo él. Y ése quién es, preguntó ella. Yo mientras desataba el mullido sillón sonreía, satisfecho de permanecer anónimo. Si realmente era “un amanecer luego del fin del mundo” (hermosa en palabras más apropiadas) prefería que se encontrara con el shock de conocer al primo vago y distraído de mi primo. Yo. Bajamos el sillón y nos dirigimos al ascensor. No cabía. Más mi primo insistente lo introdujo no supe cómo y me dejó atrapado al final del ascensor, junto al espejo. Él no logró hallar un espacio, así que partí solo al cuarto piso. Me miraba en el espejo, junto al níveo sillón y maldije el instante en que me ofrecí mecánicamente a transportar cosas de gente que no conocía ni tenía intenciones de conocer. Giré la cabeza hacia las puertas del ascensor al sentir que éstas se abrían. Y se abrieron. Ella estaba esperando su sillón. Yo la estaba esperando desde siempre. Eres el primo?, me preguntó curiosa. Yo soy Soledad, hola. La Soledad nunca tendrá cabello brillante como una luz almendra, frágil, suave; tampoco ojos claros, interminables, puros, dos finos mundos que nunca conocieron la oscuridad; un cuerpo cincelado por mi sorprendida mirada; era todo lo que mi primo había dicho y todo secreto que la perfección pueda ocultar. Te ayudo a bajarlo?, y su voz fue un canto, un enlace entre su presencia y mis sueños en torno a la mujer perfecta que intentaba cada noche crear a través de la poesía. Bueno, te ayudo o no? Sacamos el sillón. Lo arrastramos hasta la entrada de su departamento. Mi primo venía subiendo en ese instante las escaleras. Ella lo saludó efusivamente y entre los tres terminamos el trabajo. El sillón quedó en el Living, junto al ventanal cuya panorámica era bastante tediosa. Sólo edificios. Nos sentamos agotados sobre el sillón. Nos ofreció tomarnos un trago. Fue a la cocina y trajo consigo una botella de Pisco. Pero no hay Coca Cola. Grave dilema para los beodos jóvenes acostumbrados ya a esa combinación. Hay un localcito en la esquina, dijo Soledad. Es ir y volver. Mi primo se levantó y dijo que iba al baño. Segura manera de no tener que ir a comprar la dichosa bebida de fantasía. Soledad se acercó más a mí. Nervioso estaba; al lado de ella me sentía un demacrado y encorvado demonio, temeroso de cometer algún acto poco apropiado. No quería hacer el ridículo. Yo voy a comprar de una carrerita, dije airoso. Qué bien, gracias, y me besó una de las mejillas. Es que no te había saludado. Dios mío, y ese sillón tan cómodo. No le dije nada y salí. Bajé por el ascensor, que ahora parecía más amplio. Caminé sin rumbo primero, porque nunca pregunté dónde quedaba el localcito aquél. Finalmente lo hallé. Una Coca Cola, por favor. Comencé a pensar en que si esgrimía correctamente las palabras quizás ella notaría lo agradable que puedo ser debajo de esta piel que oculta mis verdaderas cualidades. Quizás demostraría interés y conversaríamos animadamente sobre cualquier cosa. Quizás ella diría que tenemos varías cosas en común, que somos como almas gemelas. Entonces tomaría con una caricia mi mano y me mostraría su nuevo hogar, pieza por pieza, hasta llegar a la suya. Ahí prendería la radio y se dejaría caer, agotada, sobre su cama de dos plazas. Lo de la mudanza es horrible. Yo, tranquilo, me sentaría a la orilla de la cama asintiendo. Soledad sonreiría y con un gesto me daría a entender que me tendiera a su lado. Y lo haría, lo más cerca que pudiera, para sentir el perfume invisible que la rodeaba. Ella, en ese momento, me pediría que la besara. Con precaución y anhelo dejaría a mi mano perderse por detrás de su cuello y después de sentir su dulce aliento, la besaría. Todavía me quedaba suficiente energía para intentar, por primera vez, dejarme llevar por la impulsiva irracionalidad de un delirio. Llegué ante la puerta del departamento. Primo, te agradezco la ayuda para traer el sillón hasta acá, te pido ahora que comprendas que Soledad y yo queramos acomodarnos en él un rato, nos vemos en mi casa, tu primo (por favor deja la Coca Cola junto a la puerta) Chao. Dejé caer la bebida, leí por última vez la nota pegada sobre el ojo de gato de la puerta, tomé el ascensor y caminé por calles que ya desconozco y que dejaron de tener importancia el día aquél que conocí finalmente a la soledad.

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