-...siendo la forma de la Nimbus. Arturo, ¿quieres, por favor, repetir lo que acabo de decir? -la profesora lo señalaba con sus lentes.
Arturo giró despacio su cabeza, ajustándose al parecer a la brusca entrada al mundo, porque era claramente ridícula la lentitud de su acción, algunas risas se escuchaban, otros murmuraban, Éste está loco, y Arturo seguía con el lento girar de su cabeza, sin dar luces de tener intenciones contrarias, o sea, de apurar la cosa.
-¿Qué tontera hace, Arturo? ¡Dése vuelta!
Arturo tenía bien abiertos los ojos, dos relucientes piedras blancas que miraban directo a la profesora, como dos bolas de cañón listas para disparar en caso de una agresión por parte del enemigo. Recordemos que Arturo desde pequeño tuvo una reprimida fobia al colegio, quién sabe por qué, ni él lo sabe con certeza. Se sentirá incómodo entre tanta gente o son las clases lo que lo aburren. O ambas.
-Arturo. Deje de poner esa cara absurda y molesta. ¿Qué tiene usted hoy? ¿Se siente bien?
Más que bien. Grandioso. Algo está por ocurrir, presentía, algo increíble e inexplicable.
-Me siento bien, profesora. ¿Usted se siente bien?- dijo amable.
La profesora pasó una rápida inspección por el curso, buscando conversadores o distraídos como excusa para no mirar a Arturo, que la ponía nerviosa, Si parece un loco.
-No me gusta nada ese tonito, Arturo. Se está ganando una anotación negativa hasta ahora. Desde pequeño, siempre tan... -el discurso de la profesora apuntaba de manera inminente a repasar el historial escolar de Arturo.
No era un niño malvado, no de aquellos que en los primeros cursos tiran del cabello a las mujeres, golpean a los compañeros más débiles y flacuchos, desordenan las mochilas y roban las colaciones. No, Arturo llamaba la atención de los profesores por otra razón, más poderosa y atrayente. Les consumía la curiosidad por escuchar lo que Arturo decía cada mañana mirando por la ventana. Pero no decía nada. Era silencio. Los labios se movían sin voz. Al principio se creía que algo andaba mal en el cerebro de Arturo, algún retraso o especie de autismo, más nada fue comprobado y siguió en el colegio como un niño normal. Bueno, no del todo, porque ciertos sucesos ocurrían en torno a él que iniciaron habladurías: en segundo grado un profesor ensimismado viendo el rito secreto de Arturo se levantó bruscamente, salió de la sala en dirección a la rectoría, y exigió la renuncia. Alegó estar volviéndose loco. Nadie culpó a Arturo.
El mundo es el espejo de otro mundo, el sendero que lleva al otro mundo no es de piedra, tampoco de concreto, sólo hay una puerta, pequeña, detrás de tus ojos y delante del mundo. Despertó de un salto y agitó los brazos alrededor de la cama. Una fría luz delineaba las persianas. Apenas distinguía el cuarto, todo era sombras, seres oscuros. Se sentó, buscó el interruptor de la lámpara y la habitación se alumbró por entero, dispersando las apariciones. El anciano duende le repetía una vez más aquella sentencia. Arturo se cubrió las orejas con las manos. ¿Cuándo fue el primer encuentro? Ah, sí, en su cumpleaños número cuatro. Ese día le regalaron una pelota plástica que reventó al rato con un cigarro. Y en la noche, acostado ya el pequeño Arturo, tuvo la sorpresiva visita del duende, que sentado en una dorada silla, acarició bruscamente al niño y le dijo, El mundo es el espejo de otro mundo, el sendero que lleva al otro mundo no es de piedra, tampoco de concreto, sólo hay una puerta, pequeña, detrás de tus ojos y delante del mundo. El duende le sonrió, guiñó un ojo de largas pestañas y, sin más, desapareció. Después aparecía únicamente en los sueños repitiendo siempre las mismas palabras. Arturo creció escuchando a un duende. Es comprensible que el muchacho presente comportamientos alejados de lo regular y tenga mirada de pocos amigos, si es la soledad de un secreto lo que arrastra desde los cuatro años. Se debate entre la locura y la creencia, será el duende parte de su imaginación, será real el duende, un duende, por qué un duende. No es fácil la vida con un duende.
-Arturo, acérquese.- La profesora gruñía desde su banco.
Levantó el deprimido cuerpo y soltó un largo suspiro que terminó cuando llegaba donde la profesora.
-¿Por qué eres así, Arturo? Tienes que comportarte mejor, de manera más sociable. Apenas tienes amigos.
-No tengo -agregó Arturo.
-¿Ves? Y, como si fuera poco, tu conducta deja harto que desear. No prestas atención en clases, no tomas apuntes, no tienes amigos. ¿Qué esperas de todo eso?
Las palabras de la profesora, tranquila por la desaparición del alumnado, sonaban a dulce reprimenda. Era un trato dócil, como si de un animalito poco doméstico se tratara, Arturito para allá, Arturito para acá, más rápido hubiera sido que le dijera de una sola tirada que estaba harta de las lúgubres historias que se repetían cada mañana en la sala de profesores referidas a Arturo. ¿Qué era qué tenía el niño que no se acomodaba a las estructuras básicas de la sociedad? ¿De dónde provenía tanta rebeldía? Tantas preguntas se hacía la profesora que dejó ir a Arturo, y la sonrisa por salvarse del castigo iluminó el rostro del muchacho. A la profesora la cabeza le daba vueltas, ese niño, pensaba, ese niño no tiene nada. Miró la puerta por donde Arturo recién había salido.
Sólo habla por las mañanas.
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