viernes, mayo 20, 2005

Variaciones sobre "Despertar bajo Cero".

Los ojos se le cerraban por el sueño. Los majestuosos árboles que se veían en los monitores de la nave ya no producían en él esa grandiosa sensación de asombro que nacía en los primeros vuelos de reconocimiento cinco años atrás, cuando había ingresado al centro de Control y Mantenimiento. La gigantesca vegetación era ahora parte de la rutina. Que América fuera una extensa plantación de cientos de metros de altura no le quitaba el sueño; al menos, no como le emocionaba de niño la idea de ver lo que científicos como su padre habían logrado para erradicar el hambre y absorber la contaminación.
Una luz roja comenzó a tintinear entre los controles de la cápsula. Vigo abrió los ojos sorprendido.
-¿Quedándose dormido, piloto? –dijo el controlador con un irónico tono de reproche.
Vigo sacudió la cabeza y con esfuerzo logró no bostezar.
-Siempre atento, controlador. Regla número uno en la División Aérea de Control y Mantenimiento –respondió, pero un largo y perezoso bostezo asomó finalmente.
-¡Ah! Ahí lo tienen. El mayor de los vagos manejando la última preciosura de los Saeta-RZ –clamaba el controlador por los parlantes-. Ya verán como la destruye.
Vigo empuñó y abrió las manos unas cuantas veces, para ver si el entumecido cuerpo recuperaba algo de vida. El uniforme de piloto no era de mucha ayuda, siendo un material especialmente diseñado para soportar altísimas temperaturas. Con la voz inició el procedimiento de Extinción.
-Beta, libera el oxígeno para llenar los tanques de Rocío.
Rocío era una espuma química azulosa activa al fuego, capaz de esparcirse por el aire y cubrir una gran área de árboles.
-Te fuiste de fiesta anoche, ¿no? –el controlador tenía una delicada voz femenina-. Me habrías avisado, yo me quedé sola.
Una leve sonrisa apareció en la boca de Vigo. A la lejanía se distinguía una densa voluta de humo. Continuó con las instrucciones.
-Abre la escotilla, Beta. Quiero ver mejor a qué monstruo nos enfrentamos hoy.
El computador levantó las placas metálicas que cubrían las ventanas de la nave.
-Hoy estás especialmente celosa, controlador –dijo Vigo como si estuviera hablando consigo mismo. Miraba atento la oscura columna de ceniza a la que se acercaba.
-¿Aló? ¡Tonterías! Yo pregunto sólo para velar por la joya que estás volando. El incendio que tenemos esta mañana no es especialmente fácil. Abarca casi quince kilómetros.
Eso podía deducirlo sin las fotos satelitales. Vigo entonces notó que el sol asomaba a su izquierda, por encima de los monumentales árboles de la Nueva América. Sintió nostalgia. No supo la razón.
-Un kilómetro y aproximando –informó-. Dios mío, creo que estoy viendo el mismísimo infierno.
-Trata de apagarlo antes de que te lleve –aportó el controlador.
La nave descendió unos doscientos metros. La cúpula de los árboles eran del tamaño de un estadio de fútbol. Divisó por un instante un puesto de Recolección y Calidad. Ellos se encargaban de cosechar los descomunales frutos que alimentaban a la hundida Europa y la sobrepoblada Asia. El Cono Sur de América, la madre que daba de comer al mundo, tenía las más tranquilas y cómodas ciudades. En ellas habitaban los más prestigiosos hombres de ciencia, así como sus familias. El padre de Vigo le llamaba “la realizada Utopía”. La humanidad debía su existencia a la transformada geografía del continente americano.

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