viernes, mayo 20, 2005

Despertar bajo cero. (2º lugar Concurso Chile 3001 [2001])

Miller desempacó cuidadosamente los equipos que cargaba el módulo de arrastre. Primero enterró en la nieve el localizador que emitía un molesto pitido siempre a la misma frecuencia. Yo dispuse el termo-refugio a unos cuantos metros del localizador para que en la Central pudieran monitorear nuestros signos vitales.
-No sé por qué, Almarez –gritaba Miller tratando de no tragar nieve por la intensa ventolera- pero una y otra vez me convences para que vengamos de picnic al centro del pedazo más grande de hielo que existe en todo el planeta.
Sonreí. Sabía que a Miller le fascinaba la exploración Antártica, pero también era usual en él quejarse por aquél privilegio.
-Mister Miller –me acerqué para que pudiera oírme- y yo no entiendo por qué debe quejarse como una anciana cada vez que venimos a hacer lo que es nuestro deber hacer.
Miller sonrió irónico, me dio una palmada en la espalda, y continuó descargando el módulo. Colocó con exagerado cuidado el Link-Satelital junto al localizador, mientras yo encendía las baterías del refugio para que el proceso de atemperación se iniciara.
-Todo OK –dijo con el pulgar en alto. El acento canadiense aún no desaparecía, a pesar de vivir en Ciudad Tierra del Fuego hace ya treinta años. Una mujer lo había retenido en el país. Cecilia. Mujer aguda e inteligente que dejó la carrera científica por criar los tres pequeños Miller que tenían. Por mí aguardaba Rita, en un cómodo departamento junto al Nuevo Mar de Santiago. Y fue Rita, en un sueño, quien inicio el primer contacto.
Herví agua rápidamente con el nuevo invento del doctor Moraga, una especie de incubadora láser, juguete que ni Miller ni yo lográbamos comprender. Pero servía para hacer un aromático café de grano gentileza del Departamento de Distribución y Bienestar. Por ahora, nada más podíamos pedirle a la vida, considerando que estábamos a miles de kilómetros de la civilización.
Aquella noche no ocurrió nada. Durante el día tampoco, todo fue realizado bajo estricto procedimiento de manual, asunto que en nuestras manos estaba de más, siendo que llevábamos cerca de quince años investigando "el pedazo más grande de hielo que existe en todo el planeta”.
No podía conciliar el sueño. Los ojos los tenía abiertos, perdidos a través del cobertor transparente del termo-refugio en una limpia noche estrellada. En realidad no podía dormir por dos razones: los siniestros ronquidos de Miller (a los cuales yo pensaba estar acostumbrado) y una perturbadora pesadilla que me parecía tan real como el calor de mi cuerpo dentro del “capullo”, nombre que le dio Miller a los purpúreos sacos de dormir.
Rita caminaba descalza por una playa de blanca arena e inquietas aguas cristalinas verde esmeralda. Ella sonreía, el viento agitaba su cabello, el mar acariciaba sus pequeños pies, era una hermosa imagen. Yo me encontraba –supuse luego- en una especie de burbuja transparente que resistía mi peso a pesar de parecer tan frágil, de algún material parecido al más delgado plástico. La extraña nave se movía alrededor de Rita, quien miraba divertida como su esposo levitaba encerrado en una esfera. Noté entonces que las paredes de la burbuja se empañaban; el aire se agotaba, no podía respirar, intuía que pronto llegaría la muerte. El mar se tornó rojo, bravo, el cielo se eclipsó, la arena ahora era filosas piedras. Rita ya no reía. Lloraba desconsolada con ambas manos apoyadas en la esfera y apenas podía distinguir su rostro en la bruma de semejante claustrofóbico espacio. Pude oír entre el sonido del mar hostil y la tristeza de Rita una voz con cierto tono paternal que repetía, “tienes que encontrarme, Julián Almarez, debes encontrarme, hazlo por Rita, hazlo por la vida de aquellos que respetan la vida. Julián, no será difícil, sólo debes encontrarme”. Esa noche desperté sobresaltado, sudoroso; me sentí solo al pensar en Rita. Traté de imaginar a qué se refería la voz. No quise despertar a Miller para relatarle la pesadilla. Pronto ambos sabríamos a qué apuntaba todo el misterio. Seguí divagando con la mirada por el inabarcable firmamento nocturno.
-¡Despierta, Almarez, vamos, rápido! –Miller sacudía mi cuerpo aletargado por el denso sueño.
-Qué... Qué ocurre, Miller, por qué gritas.
Con una mano que agitaba nerviosa en el aire me indicó la pantalla de la Bio-Sonda. El analizador de espectros vibraba enloquecido.
-Pero cómo... –interrogué con la mirada a Miller. Éste movió negativamente la cabeza.
Estábamos en la Zona Neutra. Equivalía a pensar en uno de los contados lugares de la Tierra que era imposible encontrar vida. En mi cabeza nuevamente escuché la voz onírica, “Julián, no será difícil, sólo debes encontrarme”.
-Miller, prepara los deslizadores. Tenemos que saber qué puede estar vivo en la Zona Neutra.
Mi compañero abrió los ojos con un dejo de horror. Luego salió de la tienda y encendió los motores. Yo escribí un escueto mensaje que se enviaría en exactamente una hora. “Vida en la Zona Neutra. Almarez y Miller en misión de reconocimiento. Próxima transmisión, 0030. Equipo Antártico a Base Central en Ciudad Tierra del Fuego”.
El radar indicaba que nos encontrábamos exactamente sobre el organismo detectado por la Bio-Sonda. Pero no veíamos nada. Sólo nieve.
-Almarez, tal vez esta cosa tuvo un fallo o se confundió con nuestros propios signos vitales.
-Eso es lo último que podría ocurrir, Miller, lo sabes bien. Hace quinientos años que se creó el Ministerio de Tecnología en Chile y por extraños que resulten los inventos del doctor Moraga nunca algo ha resultado fallido –dije un poco molesto-. No. Estamos bien posicionados. Eso está justo debajo de nosotros.
Ligeros copos comenzaron a caer. Se acercaba una tormenta.
-Bueno, entonces piense rápido, doctor Almarez –la voz de Miller indicaba su preocupación por la proximidad de la nevazón.
Caminé con el radar en círculos alrededor del punto indicado por el satélite. Fue cuando vi de reojo una especie de manilla que sobresalía de la nieve. Entregué el aparato a Miller y agachándome sacudí la nieve que cubría una escotilla. Miller soltó una exclamación de asombro. Giré la manilla. La compuerta empujada por algún mecanismo se levantó y del interior una oleada de calor me llegó en la cara. Al mirar descubrí un túnel que se perdía dentro de la Tierra.
-Bien, Miller. Voy a bajar. Tú mejor regresa al campamento y haz contacto con la Central.
-Estás loco, Almarez. No voy a dejar que bajes quién sabe dónde y menos sin la autorización del Consejo de Investigaciones. Además no quiero ser la gran noticia en las pantallas del mundo como “el científico que permitió que el afamado doctor Almarez descendiera al mismísimo infierno...”
-¡Miller! No es una petición. Es una orden.
-No hagas esto, Julián.
-Te he dicho que te marches –fui lo suficientemente enérgico para convencer a Miller. Levantó los hombros, me dio una palmada en la espalda, y partió de regreso.
Bajé despacio. Cuando, según mis cálculos, llevaba cerca de quince metros unas luces fluorescentes se encendieron. Pude ver con claridad que a unos diez metros más abajo se encontraba una plataforma. Miré hacia arriba. La tormenta había comenzado. La escotilla volvió a cerrarse.
En la plataforma una esfera sujeta a unos gruesos rieles de metal pareció percibir mi presencia activando su sistema y abriendo la compuerta que resguardaba una cabina para un único pasajero. Me senté. Una cálida voz, similar a la del sueño, me sugirió que ocupara el cinturón de seguridad. Al tiempo que me lo ponía, la esfera comenzó a deslizarse hacia las profundidades con una aceleración increíble. Un agudo zumbido me llegaba a los oídos. Por un momento pensé que el peculiar transporte se iba a descarrilar. Pensé también en Rita. Entonces, con un duro golpe, la máquina detuvo su viaje.
La compuerta se abrió. Al salir mis brazos y piernas procuraban acostumbrarse a la gravedad. Me encontraba en una gran bóveda semi-circular, iluminada por gigantes rectángulos de color azul. Al centro un tubo transparente salía desde el suelo y se conectaba con el cielo raso. El aire era puro y el ambiente de una temperatura agradable. Caminé hacia la estructura tubular. A través del vidrio observé que un líquido rojizo era contenido por el tubo. Una pequeña luz se encendió dentro. Fue creciendo, aumentando la intensidad, hasta que me reveló lo que se escondía flotando en el líquido. Al principio me negué a creerlo. Pero ahí estaba. Un niño de unos diez años dormía suspendido en el líquido. Apoyé dos dedos en el vidrio. El niño abrió los ojos. Retrocedí sorprendido.
-¿Qué año es, Julián? –dijo con calmada voz.
-Es el año 3001 –contesté automáticamente.
-Bien. ¿De qué Era?
-La Era de la Nueva Glaciación –respondí sin dejar de mirar el plácido rostro del niño.
-Provienes de Chile, ¿verdad, Julián?
-Sí... ¿Tú quién eres?
-He necesitado de un siglo para nacer finalmente. Yo soy la conciencia del mundo, Julián.
La manera de expresarse del niño era confiada y convincente.
-¿La conciencia del mundo?
-Soy la semilla que dejaron latente el 2001 dos científicos. Soy el proyecto Morea.
-¿Te refieres a la teoría de Fernández y Morea? ¿Mis compatriotas que se extraviaron el 2001 en el Área Antártica? Esa teoría es sólo un mito dentro de la comunidad científica.
-No, Julián. Ellos vinieron y trabajaron en secreto durante cincuenta años. Son mis padres y la salvación del mundo. ¿Cuáles son las estadísticas de hambruna para los próximos cien años?
-Treinta millones de seres humanos morirán por la falta de alimento...
El niño sonrió.
-Eso ya no habrá de suceder. Porque tú y yo cambiaremos el futuro.
La confianza del niño me confundió.
-No entiendo.
El niño sonrió nuevamente.
-He vivido en tu mente durante los quince años que has trabajado en estas gélidas tierras, Julián Almarez. He visto también a Rita. Sé que ustedes son los elegidos para llevarme.
-¿Llevarte? ¿Dónde?
-Al desierto. A Atacama.
-Para qué.
El niño se acercó al vidrio. Vi que no movía los labios al hablar.
-Para convertirlo en el más hermoso de los jardines.
Comprendí de pronto a qué se refería. La teoría Morea. La forestación total del desierto. La plantación vegetal más grande nunca antes vista. El desierto florido. Sonreí. El líquido rojo comenzaba a ser vaciado por unos tubos conectados a la tierra. El niño se disponía a salir.

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