martes, junio 03, 2008

Mujer, si tengo todo arreglado (o cómo el efecto dominó se aplica sólo a desastres).

HOPPER.


El 2006 envejecí como delatan hoy las canas que llevo en la barba.

No existía percepción del tiempo; pasábamos día tras día, de la mañana a la madrugada de la la mañana siguiente para seguir trabajando durante la tarde hasta la noche en el proyecto de serie para el Canal de TV. Un caos del tiempo-espacio que a mi señora esposa nada bien le caía. Parecíamos más amantes furtivos que legítimo matrimonio. Y bien, ¿dije en qué trabajo? Pues soy guionista en un canal de televisión y ese año sacamos al aire una serie policial que nos exigía tener tres hemisferios cerebrales por su complejidad. Y porque era mi primera serie policial como guionista jefe. Era, la verdad, un proyecto nuevo para todos, novedoso para el Canal, una apuesta donde todas las fichas estaban dispuestas sobre la mesa a la espera que la ruleta diera el veredicto: el espectador y el rating.

Entonces, vislumbrando una posibilidad de escape, tres maravillosos días sin tener que estar pensando en asesinatos, pistas y resoluciones, pedí prestado a un pariente su departamento en una ciudad costera, impecable para reposar. Mi mujer, dichosa, organizó todo. En un bolso metió sin mirar azarosamente lo que sus manos agarraban del clóset, cajones y baño.

Pero yo confío en ella.

Miré mi reloj: 18:47. Encendí el auto, retrocedí lentamente, alinee la punta con la calle y poseído por demonios, hundí el acelerador hasta el fondo. Natalia gritó: "¡RAISING ARIZONA!".

En ese segundo éramos Cage y Hunter disparados hacia la Costa con sólo una motivación: cazar a la libertad, amarrarla de manos, taparle la boca y ser por tres días libres de los límites de la libertad misma.

Dios, qué euforia, cualquiera hubiese pensado que estábamos en speed u alguna otra droga hiper estimulante.

Por la carretera el auto no era un auto. Era un rayo, una visión distorsionada de una cápsula cercana a la velocidad de la luz, yo quería batir el récord entre la capital y la ciudad costera que nos esperaba, mi pie no aflojaba el acelerador, parecía que el pedal se había fundido al cuerpo del auto. Natalia se quejaba, tenía en sus manos una cámara digital nueva, pero a la velocidad que íbamos, las fotos le salían como cuadros de Pollock. Estábamos sólo a 20 kms. de la ciudad costera. Tan cerca, tan lejos...

Aparqué el auto en el estacionamiento privado del edificio. Bajamos los bolsos. Revisé mis bolsillos, no fuera ser que no tuviera las llaves. Todo en orden.

Junto a las llaves, encontré el papel con letra redonda y pulcra del cabo Don Johnson QUE ME CITABA Y MULTABA POR EXCESO DE VELOCIDAD. Levanté la mirada, Natalia se sonreía y me sacó una foto con mi expresión avinagrada. Le hice una mueca despectiva, flash. Otra foto.

Subimos en el ascensor. Buscamos por el pasillo el número del departamento. Saqué las llaves y con una sonrisa por el descanso merecido, las agité ante Natalia. Introduje la primera, tal cual me habían señalado.

La llave no giraba.

La segunda.

Tampoco.

Ninguna de las llaves encajaba.

Comencé el proceso de nuevo.

Y de nuevo.

Y de nuevo.

Cuando Natalia dijo, "¿me dejas tratar a mí?", eso, aquello, sus palabras, fueron la catarata que desbordaron el vaso.

Salté con el hombro hacia la puerta.

La puerta me repelió y me empujó de vuelta.

Tomé distancia y le di feroz patada a la chapa, pero sólo conseguí desequilibrarme y caer al suelo amrtiguado en mi trasero. Dolió. Un relámpago subió por la espina dorsal, provacándome un inmediato dolor de cabeza.

Natalia se agachó junto a mí. "Nos trajimos las llaves equivocadas...".

Nada peor que comenzar unas pigmeas vacaciones acumulando stress.

Era tarde.Cargando los bolsos, mi señora y yo en silencio, caminamos por las calles en busca de refugio. De pronto, un cartel luminoso: HOTEL ALTAMA… (la R estaba quemada). Sin cuestionarnos nada, entramos, pedimos una habitación y nos consolamos mutuamente con haber encontrado sitio en un hotel.

El dependiente nos guió por los pasillos y escaleras, sin intenciones de llevar nuestros bolsos. Subimos más escaleras. Llegamos a una escalera que en realidad terminaba en una puerta que daba la sospechosa sensación de ser una trampilla. Nos dejó las llaves y bajó los infinitos escalones. Con mi mujer nos miramos. Parecía escena de película de terror B.

Al entrar a la habitación nos quedó claro por qué era la más barata: el piso estaba casi en 45 grados; si hubiese tenido un skate, me entretenía un rato haciendo skateboarding. La cama matrimonial era para dos, pero si te acostabas de perfil y hundiendo la guata; la ducha tenía esos calentadores eléctricos que se adaptan a la regadera y que han matado a más de una persona por descargas; las ventanas tenían vista al edificio del lado, a la muralla gris, rugosa y sin pintar. Y por las paredes se filtraba el aire. ¿Cómo se filtraba el aire? No era hora de bajar la escalera infinita hasta la recepción para preguntar.

Estábamos en la suite presidencial de un universo paralelo.

Aunque dormimos mal, ya que nos empujábamos por turnos al suelo, nada impidió que de día disfrutáramos del mar, la buena mesa y un abrazo sentados en una banca cerca de la orilla.

Con eso nos bastaba.

Y lo bueno de ir a caer en ese hotel de parque temático onda Fantasilandia, es que aprovechábamos el día y la noche al máximo.

En fin. Lo importante es... bla, bla, bla, moraleja.

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