sábado, enero 26, 2008

2 a.m.


Dos de la mañana. Sólo queda un cigarrillo. Maldita sea, nunca podrá escribir el relato en las condiciones en que se encuentra, ebrio, los ojos secos, la mente perdida. Las ideas migran de su cabeza con poderosas alas. No puede pensar. No puede dejar de pensar que no tiene nada que imprimir sobre la hoja en blanco. Sus manos no conversan con la máquina de escribir. Se odian. Se necesitan. Un trago de whisky. Pero la necesidad es la madre de la invención y la creatividad, dicen, sólo es cosa de tener paciencia. Una línea le viene a la mente. “Solía comparar su pluma con las fuerzas divinas de Dios”. Leyó de nuevo la oración. Solía comparar su pluma con las fuerzas divinas de Dios. Se lee mejor divinas fuerzas. Saca la hoja, la arruga lentamente. Enfrenta una nueva hoja en blanco. Uno a uno repasa los elementos del relato que pulsa dentro, entre la razón y el azar, aleteando libre por el espíritu a la espera de ser capturado. “Quiso seguir bebiendo. Pero no pudo. El vaso se caía una y otra vez de su mano”. Recuerda el whisky. Llena el vaso y enciende el último cigarrillo. Exhala una gran voluta de humo que sube contorsionada bailando. La mira. Se parece a la musa que perdió años atrás. Esa niña de caídos ojos. Consuelo. El cigarrillo se va consumiendo. La hoja en blanco está atorada en la máquina. Marca la primera letra. E.

“Ella solía cantar por las mañanas antes de levantarse. El ritual me parecía tan íntimo que nunca pude distinguir si canturreaba despierta o dormida. Yo sólo la observaba durante los treinta minutos que duraba el canto. Y cada mañana era una melodía distinta”. Retira las manos de la máquina de escribir. No quiere contar a otros su historia con Consuelo. Tampoco quiere que Consuelo lea acerca de ellos. Esos recuerdos le pertenecen sólo a su memoria. A nadie más. Otra hoja al basurero. Tres y cinco de la madrugada. No tiene cigarrillos. Todavía queda media botella de whisky. Pero no puede dejar de pensar en los cigarrillos. Está en un momento de frustración. Necesita la distracción del cigarrillo y el humo en los pulmones. Se pone el abrigo, sale de la casa, y tambaleante camina decidido a satisfacer su deseo.

“Pequeños soles colgaban de los postes. Una cálida luz se reflejaba en el húmedo pavimento; el frío viento le obligaba a llevar las manos en los bolsillos y caminar con los hombros levantados. Estos soles no calientan nada, pensaba, son meros espejismos de la naturaleza. Levantó la mirada. Las estrellas emitían una trémula señal luminosa. Dos cuadras más adelante distinguió el minimarket. Dejó de pensar en la noche. Se concentró en los cigarrillos. Pero fue imposible. Recordó el calor de dormir abrazado a ella. El frío trepó por su espalda. Maldita sea, qué importa dónde se encuentre. Ella detestaba el humo del cigarro.”

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