sábado, diciembre 08, 2007

Novella.



I

La gente normal asusta. Le doy vueltas al asunto, pero no llego a ninguna conclusión inteligente. Le pregunté a Natalia qué pensaba ella al respecto y me respondió aburrida: la gente normal no encaja en un mundo de megalómanos y neuróticos, la gente normal se queda en casa, disfruta de los nímios detalles que ofrece la vida, habla de cosas sencillas, se espanta ante la muerte.

Natalia es hermosa. Pero ciertos días, sobre todo cuando emerge de las sábanas aún medio dormida, pareciera ser que la pureza de la mañana libera en ella ásperos pensamientos, extensiones de sus sueños de niña bonita y mujer despreocupada. Natalia es una de las personas que teme toparse en la calle con la gente normal, como si la sencillez de lo humano fuera el cáncer capaz de consumir hasta la extinción sus aspiraciones literarias. Ella quería escribir un gran libro, uno que incluso pudiera llegar a pensar solo.

Trabajo en “Libros Santini”, una pequeña librería que sobrevive sólo por milagro. Así opina el señor Santini, calvo de grueso bigote, prominente panza y cara de nutria.

-Hice una manda, niño, antes de abrir este negocio –me contaba, no sé, cada dos semanas.

-Hizo bien, señor Santini, la fe requiere de una enorme valentía, pregúntele a los sacerdotes que tienen que apartarse de los placeres carnales, ¿no cree que eso sería insoportable si no fuera por un acto genuino de valientes?

El señor Santini sonreía, se peinaba el mostacho con la mano derecha y a pesar de la crisis asiática interna del negocio, me permitía seguir trabajando. Gracias a Dios. A los veinticuatro años, en mi primer cuarto de vida, no había logrado conseguir ningún título universitario. Las clases, desde el colegio, me provocaban una alergia cerebral indescriptible. Algo como el asma. Las aulas, las cátedras, los profesores, enjaulan mis ideas y mis ideas se deprimen. Soy un canario que odia las rejas.

En el pequeño departamento que compartíamos con Natalia había un estante especial para los libros sustraídos “por horas extras” de la librería. Yo derechamente lo consideraba robo. Ella se excitaba por mi falta de moral y recompensaba mi osadía convirtiendo la cama en una hoguera, gemía enloquecida mientras recitaba algún párrafo del libro con el cual llegaba desde la librería bajo la chaqueta.

Yo soy un tipo normal. Además de los inocentes hurtos literarios no hay nada increíble que contar. Nacido en familia numerosa, lo único raro en mi historia personal es haber nacido en Chile Chico. ¿Chile Chico?, preguntan siempre y con paciencia respondo, Sí, Chile Chico, por allá, por el sur.

En las fiestas organizadas por Louis, el enano, amigo íntimo de Natalia, heredero de una fortuna de un tío árabe que nunca conoció, a muchos les divertía recordar Chile Chico, como si el maldito lugar fuera un Pacha Pulai o una base secreta de hombrecillos verdes.

Al carajo con los intelectuales sobrevendidos de esta ciudad. Para ellos la Naturaleza es una postal, un cartel de Green Peace, Por qué te enojas, mi amor, Me da lata, Natalia, que estos idiotas se burlen de mí, No se burlan, mi amor, les agrada un campesino bien hablado, Ja, ja, cuéntales entonces cómo te ordeño, No seas ordinario, No te rías tú de mí.

El enano de Louis compraba whisky, botillerías enteras. Aunque uno no quisiera tomar, el alcohol se respiraba en el ambiente, mezclado con el humo de cigarrillo y marihuana, los niños artistas, los jóvenes intelectuales, la fiesta desatada, yo entre ellos, el campesino que puede leer y escribir, a veces imaginaba que el suelo cedía, caíamos todos desde el octavo piso, cuerpos sobre cuerpos, huesos quebrándose, llantos, y el sobreviviente resultaba ser el campesino. Surgía de los escombros cubierto de polvo, capaz de resucitar a los que yacían muertos. Pero no lo hacía. Quizás regresaba a la vida a Natalia, sólo a ella, a quién más, nadie podía importarme los suficiente.

Natalia ocupa sagradamente unos lentes modelo años setenta. Los cristales tienen el diámetro de un telescopio interestelar. A ella le fascinan, dice que le hacen ver “cool”, Es súper rico poder ver la desgastada luz de la ciudad a través de un filtro amarillo. Trató de comprarme un par muy similares a los suyos, pero dejé pasar la oferta, no necesito pasearme cargando en el tabique dos vitrales para retocar las luces de la Urbe Magna. Gracias.

La conocí la fatídica tarde en que sus lentes se habían roto al bajar de la micro. Entró a la libreria preguntando si vendía anteojos, le dije que no, sólo vendemos libros, y se largó a llorar como una niña perdida en el bosque o un monstruoso centro comercial.

-No creo que valga la pena llorar.

Luego me abrazó.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo tampoco creo que vale la pena llorar... salvo que uno, no tenga agua para lavarse...