viernes, abril 20, 2007

Ésta si que es una película gringa B de acción y...

I. La muerte y el funeral


Abrió los ojos. Le dolían. El sol estaba encima de él. Un redondo, amarillo, caluroso foco que le estaba quemando la piel. Se ladeó, enterró el lado izquierdo del rostro en la arena y despacio, muy despacio, terminó de abrir los ojos para descubrir el inagotable paisaje del desierto. Se incorporó. Los músculos tiraban, le dolían, como si un ejército hubiese marchado encima suyo. Un agudo dolor le perforaba la cabeza. El sol. Ese maldito fuego. Vio que sus brazos estaban rojos y algo hinchados. Sus piernas igual. Se percató entonces que sólo llevaba puesto los calzoncillos. Maldita sea. En calzoncillos en medio de un puto desierto. Debajo de sus pies la arena era un incendio, una gigante parrilla, una estéril tierra incandescente. Le resultó gracioso por un momento no recordar un importante detalle: cómo había llegado ahí. No pudo divisar ninguna señal de civilización a lo lejos. El horizonte no existía. Sólo desierto. ¿Qué más podía esperar en esa situación que la muerte? Pensó que al menos merecía saber el por qué del abandono, pero la memoria era otro extenso desierto. No recordaba nada. Ni siquiera su nombre. Entrecerró los ojos y miró ya algo más calmado el espacio inconmensurable que le rodeaba como un círculo. Nada. Pasó la pastosa lengua por los rotos labios y se hizo una herida. La sangre espesa le recordaba el dulce sabor de alguna fruta. No podía pensar en cual. Al mover la pierna izquierda con bastante esfuerzo notó con el pie que la arena quemaba como el infierno.

-Imposible... salir de aquí... -dijo y apoyó el otro pie. El dolor le obligó a apretar con fuerza las mandíbulas.

Caminó despacio unos cuántos metros pensando que debía salvarse, que no podía morir en un miserable desierto, deliraba, debía salvarse, debía hacerlo. Nadie puede morir sin conocer su propio nombre, dijo en voz alta.

Las heridas en los pies impedían que avanzara. Subiendo la que él pensaba era la quinta duna tropezó y rodó por la arena. El aire era poco para sus pulmones. La garganta le ardía. La cabeza en cualquier instante estallaría repartiendo sus sesos. Se puso de rodillas.

-Me voy a morir... me voy a morir -decía a su sombra.

Se arrastró unos cinco metros. Luego cayó hundiendo la cara en la arena. No pensaba en moverse. Los ojos giraban rápido y sólo se detuvieron cuando perdió la conciencia.

***

Lo primero que vio fue el rojizo sol de la tarde. El viento refrescaba su recalcitrante rostro. El desierto parecía un apacible mar escarlata. Entonces el sonido de unas aspas lo devolvió a la realidad. Con esfuerzo giró la cabeza. Tres hombres vestidos de negro y con las caras cubiertas por pasamontañas (Fuerzas Especiales según el equipo que pudo ver) viajaban con él en lo que reconoció como un helicóptero militar de operaciones inmediatas. Lo habían salvado. ¿Quién o quiénes? Le importaba un carajo, en verdad. Ahora sólo quería cerrar los ojos y dormir.

-General, le presento a Gabriel Roldán -dijo respetuosamente un militar que parecía ser Mayor por las condecoraciones que Gabriel vio prendidas en el uniforme.

En una amplia sala de concreto estaban sentados el General, el mayor y Gabriel. La mesa alrededor de la cual estaban reunidos se iluminaba por una luz blanca que caía intensa sobre los tres. El general miró severo a Gabriel.

-¿Recuerda usted su rango, señor Roldán?

Gabriel, vendado en las manos y cara, movió negativamente la cabeza.

-¿Sabe quién lo abandonó en el desierto?

Tampoco pudo responder esa pregunta. No tenía memoria. Sólo una nube borrosa de imágenes sin sentido. Hace dos horas que había conocido su nombre en la enfermería, mientras el doctor examinaba las quemaduras, y pedían que hablara de cosas que no podía rescatar del fangoso olvido. Gabriel Roldán. Le sonaba más a seudónimo que a algo propio; el nombre le era ajeno. Desconocido.

-...entre los desiertos del Alto Tapur y Yeddah. Es una zona muerta. Ninguna facción armada revolucionaria entraría en ella para botar a un “sicario” –dijo malhumorado el General.

Sicario. Sicario. La palabra comenzaba a rebotarle en la mente. Vio dos ojos azules. Sicario, ¿eres tú?, hablaba la voz femenina de los ojos, Gabriel, ¿eres tú?, soy yo, aquí, siempre cerca para protegerte. Sicario.

-No creo que esté prestando atención, señor Roldán.

El General había encendido un puro y fumaba con deleite. El Mayor revisaba documentos en una carpeta roja.

-Recuerdo todo, señor. Sé que los adornos en su uniforme corresponden a un General. Sé que estamos en una sala de Compromiso, aislada de micrófonos láser y radares de onda. Reconozco el lugar. Lo que no sé, General es por qué sé todo esto.

El mayor escuchaba atento lo que Gabriel decía. Una densa voluta de humo escondía el rostro del General, que emergió con un rápido movimiento disipando la nube.

-Dinos, Gabriel. Dinos que algo recuerdas.

Gabriel suspiró aburrido. Un largo tiempo de su vida se veía mutilada por la amnesia, días perdidos, quién sabe dónde y para qué. ¿Acaso creía que él no era el más interesado en aclarar ese turbio momento en su historia?

-General, si trato de recordar será porque yo lo he deseado. No crea que lo haré para compartirlo con ustedes.

-Debe hacerlo, sicario Roldán. No sabe cuánto vale para usted (y en especial para usted) que nos cuente lo que vio en los territorios del enemigo. ¿No es cierto, Mayor?

El Mayor movió bruscamente la cabeza asintiendo.

-Sicario Roldán, usted debería saber mejor que nosotros lo importante que son las descripciones de las bases del Comandante Darín.

La palabra sicario seguía rasgando las telas que envolvían su memoria. Entre las sombras la figura de una mujer se fue construyendo. Se ahogaba. La mujer se hundía en las profundidades de un agitado mar.

-Una mujer se ahoga –dijo Gabriel en voz alta.

El General y el Mayor intercambiaron miradas de complicidad. De la carpeta roja el Mayor sacó una foto que puso en la mesa, frente a Gabriel. Ante sus ojos tenía el retrato de una hermosa mujer.

-Irina...

-¿La reconoce, señor Roldán?

-Ella se quedó en el mar... no logró escapar como los demás.

-¿Recuerda de quién o el lugar del que escapaban?

Los recuerdos de Gabriel fueron adquiriendo una claridad que permitía encadenar escenas coherentes. Sintió el frío metal de una celda que no paraba de moverse. Eran seis. Él, cuatro hombres más y una mujer. Iban equipados para un asalto. Ya recordaba. Debían rescatar a alguien.

-¿Rescatamos al objetivo?

-¡Ah! Está empezando a recordar.

-¿Rescatamos al objetivo? –la voz de Gabriel se oía impaciente.

El Mayor rodeó por detrás a Gabriel y puso una mano en su hombro.

-Señor Roldán. Usted era el objetivo.

Gabriel levantó la mirada y vio que el Mayor le sonreía complacido.

***

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