sábado, febrero 17, 2007

Dime Freud qué estoy diciendo.

Soñé que iba por un túnel amplio. El techo no lograba verse. Necesariamente tenía que caminar por el túnel para llegar a casa. No era oscuro, cierta luz me indicaba el camino hacia adelante. Iba solo. De pronto, recordé que debía pasar al banco a retirar dinero. O pagar una deuda. Creo que era lo segundo. Al llegar al banco me encontré con que estaba abandonado. Escritorios vacíos, teléfonos sin contestar, nadie que me atendiera. Comencé a recorrer el lugar hasta toparme con la bóveda abierta de par en par, de la cual salían cuatro tipos cargando bolsos llenos de billetes. Ninguno de ellos se percató de mí o simplemente yo no significaba un peligro. Los seguí con la mirada hasta que se fueron. Y ahí quedé. Frente a la bóveda recién abierta. De curioso primero, entré. Las paredes blancas contrastaban con el metal pulido de unas repisas y los barrotes. Luego, de codicioso, busqué por el suelo algún billetito suelto. Y como se suele decir, "la curiosidad mató al gato", antes de poder reaccionar, sentí el ¡CLICK! de las gruesas puertas sellándose. Pues quedé encerrado en la bóveda, pensando si tendría oxígeno. Si podría salir. Para matar el tiempo y calmar mi angustia, seguí buscando inocentes billetes olvidados por los asaltantes. Fui encontrando varios, incluso dólares. Como iba vestido de camisa, abrí los botones superiores y cual canguro madre guardé en mi panza el dinero que recolectaba. Al recoger el último, las gruesas puertas de la bóveda se abrieron nuevamente. Me vi enfrentado a un caballero de señorial porte y edad avanzada, vestido de impecable traje negro, que me dijo: señor, mis saludos, soy el gerente de este banco. Crucé los brazos para ocultar mi panza abultada de billetes. ¿Me acompaña a la salida?, me preguntó el aristocrático gerente. Salimos juntos de la bóveda. Me tomó del brazo, gesto que percibí incómodo, pero también daba cuenta que el señor de ancianas canas tenía una fuerza que no correspondía a un cuerpo de hombre viejo. No sé si me empujaba o yo trataba de zafarme de él. Quizás ambos. De pronto ya no hubo túnel, sino un camino campestre. Ahora nos dirigíamos hacia una puerta de madera de una parcela. Era mi parcela. Mi hogar. El anciano me hablaba: todos podemos ganar algo con lo ocurrido, señor, ¿no le gustaría incrementar sus riquezas? Lo miré con una apagada sonrisa y noté que los dólares asomaban de mi camisa. Los oculté como pude. Ante la puerta de madera había un citófono. Toqué, pero la puerta se abrió antes de que alguien contestara. Cuando contestó alguien, yo ya estaba lejos y sólo atiné a gritar: ¡Madre! Una familia sentada en círculo en mitad del sendero de tierra que llevaba hacia la casa se prestaba a cenar. Junto a ellos estaba un armario de madera. El gerente se acercó a la familia y me arrastró con él. Nos sentamos para acompañarles. La madre era joven, el padre era joven y tenían dos hijas, una que calculé tendría seis años y la otra no más de cuatro. No nos saludaron y la madre, en rústicos platos, nos sirvió una especie de guiso. El padre curaba a la hija menor con una extraña crema. La madre dijo, sin mirarnos, Si no le hacemos las curaciones puede enfermar gravemente. La hija mayor comenzó a llorar, se levantó de un salto y corrió a perderse. La madre se disponía a salir detrás de ella, pero el padre le dijo que no se preocupara, que él iba a buscarla. Aquella escena me hizo comprender que el dinero que tenía en mi panza no valía nada si no se lo entregaba a la familia para que pudieran ayudar a su hija menor y vivir tranquilos.

Cuando vi al padre de pie se me reveló el enigma del sueño: el padre era yo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Interesante sueño.. aunque triste, muy triste.

La vida, nos quita cosas Matías, pero nos devuelve otras.