sábado, febrero 10, 2007

Historias de un querido viejo perro.

CUENTOS DE VERANO DE LA NACIÓN DOMINGO, 4 DE FEBRERO DE 2007.


LLORAR A COLUMBO.

Y qué mierda tiene que ver Columbo en todo esto, me dijo Daniel y dirigió la mirada hacia el lado, como si buscara la complicidad de alguno de los jóvenes de la mesa vecina. Al fondo, un plasma colgado sobre el muro mostraba a unos raperos llenos de cadenas y chicas en hot pants. Columbo, le dije, el detective del impermeable largo y el puro apagado en la boca, ¿no te acuerdas? Por supuesto que me acuerdo, siguió Daniel, mirándome ahora a los ojos, cansado, como si hablar conmigo le demandara un gran esfuerzo, pero te conozco demasiado como para no darme cuenta de que sólo estás sacándole el bulto al problema. No es eso, intenté explicarle, se trata de un televisor en blanco y negro, un mueble más en el living de la casa, se trata de nuestra infancia, Daniel, del primer caso que le tocó resolver a Peter Falk, más conocido como Columbo. Daniel negó con la cabeza, le dio un sorbo a su vodka y dijo que preferiría que fuéramos al grano, que si las cosas estaban como estaban entre nosotros, no podía creer que lo haya llevado a ese lugar ruidoso y con el piso de vidrio para hablarle de Columbo. Sólo quería que analizaras bien el asunto, le dije, que te dieras cuenta que las cosas ya no son como antes y nosotros tampoco somos lo que quisimos ser, Daniel. Somos Jorge Enrique Pedraza, me dijo él, bajando la voz y revolviendo los hielos del vaso, y eso me parece suficiente. Pero al menos quiero que analices la oferta, le dije, que la pienses bien, no creo que eso signifique dejar de ser Pedraza.

El asunto había comenzado a fines de los ochenta. Con Daniel éramos jóvenes, impulsivos, disconformes, ambiciosos, intransigentes, peleadores, pretenciosos, borrachos. Es decir, conmovedoramente ingenuos. Y tan soberbios que creíamos que no valía la pena que nuestros nombres verdaderos aparecieran en la portada de los libros que pensábamos escribir por montones. Entonces inventamos a Jorge Enrique Pedraza. Era una época extraña aquella, llena de miedos, de transacciones estúpidas, de deslumbramientos fáciles. Cuando publicamos “Callan los muertos” la crítica sólo tuvo palabras de elogio para Pedraza y las ventas superaron las expectativas de la editorial que se arriesgó a publicar a un autor joven sin siquiera verle la cara. La prensa me llamaba a mí, el supuesto agente de Pedraza, y yo les explicaba una y otra vez que él no daba entrevistas, que vivía aislado en una parcela cerca de Rancagua, que tenía una pequeña huerta donde plantaba tomates y marihuana. Fue a Daniel a quien se le ocurrió juntar una foto mía y una suya y trabajarla en el computador para enviársela luego a la encargada de prensa de la editorial. Esa es la foto que todo el mundo conoce: un Pedraza adusto, con el esbozo de una sonrisa socarrona, los ojos brillosos.

Lo que propones es peor que dejar de ser Pedraza, me dijo Daniel, solemne, lo que propones es traicionar a Pedraza. En la pantalla se veía ahora la figura de un roquero argentino, viejo como nosotros, que tocaba para un estadio lleno de adolescentes. La música reptaba y explotaba debajo de las mesas, como si proviniera de un subterráneo, ese fondo acuoso que se veía bajo los vidrios del piso. También se escuchaban risas, ruidos de vasos, atisbos de alguna conversación acalorada. Vamos, hombre, le dije, no veo qué puede tener de malo escribir guiones para la televisión. Daniel se limitó a buscar a la muchacha que nos atendía y a dibujar con la mano un círculo en el aire.

Al principio la idea funcionaba. Un Bustos Domecq de la transición, ganando becas y premios a costa de un país que había aprendido a despreciarse a sí mismo bajo la apariencia de una alegría falsa y rastrera. Le inventamos una pequeña biografía a Pedraza: ex mirista, desencantado, alcohólico. No mucho más que eso, lo suficiente para que ardiera la leyenda. Para entonces la gente ya hablaba de él, lo invitaban a lanzamientos, a dar charlas, a firmar libros en las ferias. Por supuesto, debíamos rechazarlo todo y limitarnos a publicar de vez en cuando algún artículo de prensa implacable y tendencioso por el cual, de paso, nos pagaban como si viviéramos en España. Bueno, lo de mandar a Pedraza a España también fue idea de Daniel, pero cuando Herralde quiso conocerlo antes de publicar “Juego de sirenas”, tuvimos que devolverlo rápido a Rancagua, lo que al parecer Herralde consideró una descortesía imperdonable, de modo que el libro salió por la misma editorial que publicó “Callan los muertos”. Pero la nueva novela no logró el mismo efecto, quizás simplemente porque era mala o porque el país ya había cambiado demasiado o porque Pedraza, Daniel y yo habíamos perdido la furia de antes. Quién puede saberlo.

Una luz azulgrana prendía y apagaba el rostro de Daniel, ocultándolo o, más bien, mostrando fragmentos de una sonrisa que también podía ser un gesto de dolor. Hacía mucho calor allí dentro y me pareció ver una gota de sudor rodando por su cara. Traté de detenerla, pero él esquivó mi mano con un gesto brusco. Escúchame, Daniel, le dije, nada será tan distinto, yo iré a las reuniones en nombre de Pedraza, y luego escribiremos sin movernos de nuestro departamento, ya lo hablé con el productor y está de acuerdo. ¿Ya lo hablaste?, me preguntó Daniel, levantando la vista. Bueno, fue una conversación informal, para tantear el terreno, dije. Una conversación a mis espaldas, remató él, con ese aire de víctima que comenzaba a colmarme la paciencia. Déjate de pendejadas, le dije, sabes muy bien que necesitamos ese trabajo, nuestros libros no se venden, no tenemos novelas que ofrecer y a nadie le interesan ya los artículos de Pedraza. No hay que ponerse nervioso, dijo él y ladeó el tronco para que la mesera le colocara al frente un nuevo vaso de vodka. Mira, Daniel, mi hijo está enfermo, los remedios son caros y no puede seguir dependiendo del trabajo de su madre, le dije. Yo te advertí que no era buena idea tener un hijo, me enrostró él, y yo sentí que la sangre se me subía a la cara. ¿Y tú quién mierda eres para meterte así en mi vida?, le dije, apretando los puños sobre la mesa. Soy la mitad de Pedraza, remató Daniel, sin mirarme.

Entonces nos quedamos en silencio. Yo esperaba que Daniel recapacitara. Solía pasarle que decía algo hiriente y luego trataba de corregirse. Lo conocía bien. Entonces volví a recordar aquel episodio de Columbo. Una exitosa dupla de escritores de novelas policiales pelea porque uno de ellos quiere escribir por su cuenta. El otro no está de acuerdo y, para zanjar la discusión, lo mata con un balazo en la frente. Columbo, con su estilo desafectado y cadencioso, desenmascara las oscuras razones del asesino: ya no tenía talento ni energía y no estaba dispuesto a perder un negocio tan rentable. Era raro recordar todo eso, en ese momento, y sumar poco a poco detalles absurdos, como el sonido de una vieja máquina de escribir, o la portada de “Newsweek” con la dupla sonriendo y hasta el nombre del capítulo, “Murder by the book”, escrito a un costado de la pantalla en blanco y negro. Me aterró pensar que ese episodio se había mantenido durante años camuflado en mi memoria y que ahora sacaba sus garras para decirme algo que no quería escuchar, y que quizás sin saberlo incluso había ejercido su poder, cuando hace más de veinte años se nos ocurrió inventar a Pedraza.

No metas a Pedraza en esto, me dijo Daniel, seco. Luego sacó del bolsillo delantero de la camisa un cigarro y se puso a jugar con él sin encenderlo. Pero te necesito, Daniel, lo necesito, me corregí de inmediato, la gente del canal quiere a Pedraza y está dispuesta a pagar por su nombre. Ah, viste, dijo él, como si saltara de un sueño, orgulloso, o sea que todavía lo recuerdan. No, Daniel, tampoco es tan así, traté de aclararle, sólo que creo que Pedraza puede reinventarse, volver a ganarse un espacio, yo también quisiera verlo como en sus mejores momentos. Pedraza, dijo Daniel, es un escritor de culto, y a sus seguidores no les gustaría verlo escribiendo estupideces, o acaso no has leído los blogs de los jóvenes escritores, siguió entusiasmado, lo admiran, lo respetan, no hablan las barbaridades que hablan de los otros escritores. Ya se les va a pasar, le dije, es cosa de tiempo, no te das cuenta que están esperando una nueva novela de Pedraza, algo grande que esté a la altura de sus propias inseguridades. Escribamos esa novela entonces, dijo Daniel y golpeó con las palmas abiertas sobre la mesa. Su reacción no logró impresionarme. ¿De verdad crees que todavía podemos hacerlo?, pregunté sin curiosidad, sin rabia, anticipando el gesto de Daniel que bajó la vista y soltó un murmullo: al menos podríamos intentarlo, dijo, derrotado. Los dos sabemos que eso es imposible, Daniel, porque estamos cortados por la misma tijera, le dije, y no sé por qué pensé en “Nip Tuck”, en McNamara y en Troy enfrentados a los dilemas que plantea la belleza y la miseria humana.

Lo siento, me dijo Daniel, poniéndose de pie, pero tendrás que hacerlo solo, creo que llegó el momento de matar a Pedraza: ¿te parece bien un suicidio? Me limité a mirarlo, tratando de reconocer qué quedaba de mí en él. Se hará así entonces, dijo Daniel con tono amenazante o despectivo, no estoy seguro, aunque adiviné que estaba pensando en unir definitivamente su destino al de Pedraza. Cuando me dio la espalda para irse, estiré un brazo y lo tomé de la muñeca: tienes que pagar, Daniel, le dije, tienes que pagar tus tragos, ¿o crees que todo esto es gratis?

Luis López-Aliaga

EL AUTOR:

Luis López-Aliaga ha publicado “Cuestión de astronomía” (Grijalbo, 1995), con el que obtuvo el Premio Consejo Nacional del Libro mención cuento, “Fiesta de disfraces” y “Bazar Imperio” (Lom, 2005). También ha sido incluido en diversas antologías tanto extranjeras como nacionales. En la actualidad oficia de guionista para el Área de Ficción de Canal 13.



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