lunes, agosto 29, 2005

El tesoro de Camila.

Llegó a su nombre: una gran caja envuelta con secretos dentro. La abrió, me imagino, con entusiasmo. Dentro, para su sorpresa, se encontró con regalos para ella y sus padres. El tesoro provenía desde la lejana isla de un náufrago desconocido, que ideando la forma de evitar el cliché del mensaje en una botella, había conseguido embarcar el paquete en un barco mercante que le ofreció rescatarlo.

Pero el aislado y solitario habitante de la isla les dijo: yo no necesito salir, sólo necesita salir mi mensaje que va oculto en esta caja.

Y los mercantes entregaron el tesoro de Camila.

No pudo ver cuando ella abrió el regalo. No supo si sonrió o recibió el presente con desconfianza.

El mensaje, esperaba el náufrago, debía ser descifrado por el padre.

El padre lo hizo, entendió, estuvo cuando su hija desenterró el tesoro.

Aunque la misma noche que el tesoro había zarpado, el náufrago tuvo dudas mientras miraba las estrellas: ¿se logra la redención con un simple mensaje? ¿se alcanza la redención con un regalo? ¿se libera al alma del mal que le acecha? ¿o sería mejor abandonar la isla, llegar a la puerta donde Camila vivía con sus padres, y explicar que es en verdad la voluntad, no el deseo, el que combate la gangrena de la soledad, el desamparo, el vértigo intenso de no querer dejar ir el placer de aquello que dura lo que dura un sueño?

¿Bastaba con el tesoro para Camila?

¿Era suficiente? ¿Valía el riesgo la entrega?

Pensó: es el padre, aquél que descifró el mensaje, quien tiene que conocer hasta dónde la alegría de permutar una dolencia por un tesoro, y el brillo en los ojos de Camila, vale la pena para agradecer que no está solo en una isla, encadenado como Ulises por una ninfa o cualquier otro placer corrupto.

R. Cruzó
(Detrás del horizonte, el abismo/ delante del horizonte, la vida y todo lo demás)

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