El dado seis.
Deslizó el mouse por la superficie de su mesa de caoba. Su nueva mesa de caoba. Los negocios iban excelente: los gringos se tragaban todo lo que la Compañía ofrecía. Dominan el mundo, pensó el obeso y calvo ejecutivo, y por lo mismo tienen una despreocupación alarmante acerca de lo que adquieren, bien por nosotros, bien por mí que me da la libertad de renovar la oficina y cambiar el BMW.
Hizo clic en “ventas”. Excel desplegó una ventana que contenía un largo listado de clientes en Estados Unidos. Revisó con la mirada las cifras. Sonrió.
-Evelyn, tráeme el último fax de la Inner Company –dijo a través del intercom.
-¿Cuál fax, señor Ebermann?
-Cómo cuál fax, no me venga con tonterías, ese documento es muy importante –el señor Ebermann se quitó sus gafas Christian Dior-. ¿Me va a decir que si no hago yo las cosas no las puede hacer nadie bien?
-Pero, es que…-la secretaria trastabillaba buscando explicaciones.
-¡Ah, no la despido sólo porque Germán me dijo que la contratara, ya va la segunda vez en el año que me viene con “pero es qué”! Voy para allá y mejor será que se ponga a buscarlo y lo encuentre.
Se levantó. Afinó la vista para encontrar su reflejo en los inmensos ventanales de su despacho y arregló el cuidado nudo de su corbata Armani. Suspiró. Nadie hace nada bien, nadie. Caminó hacia la puerta. Sin apuro. Pensaba en cómo llamar la atención de Evelyn, a quien no despedía porque en realidad encontraba que una atractiva mujer mejoraba la imagen corporativa. Además, los últimos días había pensado en llevarla a comer a algún lugar fino y reservado para luego terminar en un motel de primera. Ese último pensamiento lo excitó. Uf, parezco un adolescente, rió para sus adentros.
Estaba por girar la manilla cuando un estruendo irrumpió en la oficina. Vidrios volaron sobre él, el notebook se estrelló contra la muralla y el sofá de cuero negro junto al librero se volteó con violencia. La puerta se abrió y dio con todo en la nariz a Ebermann.
-¡Señor, qué pasa señor! –la joven secretaria gritaba histérica sin notar siquiera que había reventado de un golpe la cara de su jefe.
Debajo del sillón una mano cubierta de sangre asomó lentamente.
-¡Dios! –gritó Evelyn- ¡Qué es eso!
El señor Ebermann sacó su pañuelo Yves Saint Laurent del bolsillo y cubrió su accidentada nariz.
-¡Cállese, por el amor de Dios, cállese! –un fuerte tono nasal quitaba toda autoridad al señor Ebermann-. ¡Si grita como una loca no me deja pensar!
A la mano siguió un brazo. Evelyn abrazó al señor Ebermann. Ambos estaban en iguales condiciones: el horror de la imagen frente a ellos los tenía helados. Ninguno parecía querer tomar la iniciativa.
-Acérquese, Evelyn, yo llamaré a la policía desde su teléfono…
-¡Pero señor Ebermann…!
-¡No me discuta si no quiere perder su trabajo! –dijo fuera de control el macizo ejecutivo y abandonó el despacho.
Evelyn miraba como la mano se abría y cerraba despacio, sin fuerzas. En sus ojos se notaba un repudio similar al de las ancianas frente a una rata gigante. Sin aviso, el sofá se elevó y fue a caer a los pies de la espantada secretaria. Evelyn gritó y antes de desvanecerse vio que un hombre joven, tal vez de unos veintitantos, se erguía con esfuerzo. El señor Ebermann regresó a la oficina. Casi pisa a la secretaria con sus zapatos de diseño italiano. El joven sacudió la cabeza. Un hilillo de sangre corría por su rostro.
-¿Quién… quién es usted? –preguntó Ebermann con tono agudo. Le temblaba la voz como si le estuviera hablando al mismísimo demonio.
-¿Yo? Mi nombre es Daniel –respondió el muchacho mientras examinaba el lugar. Claramente no reconocía el lujoso despacho del señor Ebermann-. ¿Tendrá un baño? Quiero lavarme la cara –sacudió sus pantalones para quitar restos de vidrio.
-¿Baño? Sí, sí, es la puerta detrás suyo.
-Perfecto. Gracias.
Daniel arrastró su magullado cuerpo hasta el baño. Al cerrar la puerta el señor Ebermann aprovechó de encerrarlo con llave.
-Que alguien me explique qué está pasando…
Un tirón en sus ropas provocó un grito de espanto poco masculino por parte del señor Ebermann. Era Evelyn que agitaba en la mano un papel.
-El fax, señor Ebermann, el fax que… -la secretaria volvió a perder la conciencia.
-Qué desastre… Justo hoy que llegaban los japoneses… -pensó el señor Ebermann angustiado-. Los malditos japoneses…
viernes, abril 08, 2005
A normal morgen.
tecleado por Mat. cerca de las 11:48 p.m.
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