miércoles, marzo 30, 2005

Cuento Oscuro.

A nadie le extrañó el trágico pacto que Aurelio había cerrado años antes con la bestia. Aure, como le decían en el pueblo, a los ojos de sus vecinos no era normal en ningún sentido, ni siquiera cristiano: dormía en los techos; desaparecía por diez días y regresaba sucio, hambriento y alucinando; se rascaba la entrepierna durante la sagrada misa, lo que obligó al párroco a desalojarlo reiteradas veces. La última vez dijo: Aurelio, no eres digno de entrar en la casa de Dios y que Dios me perdone por lo que he dicho.
La señora Berta recuerda el primer evento que desencadenó la promesa que Aurelio cerró con sangre ante la bestia. “Aurelio es tonto. Pero de los tontos buenos. Esos tontos que pueden estar ante las puertas del cielo o del infierno y no se dan cuenta. De esos tontos que no desconfían de nadie. Tonto de cabeza y alma. Aurelio tenía doce cuando la bestia apareció. Él se estaba bañando en el río, un poquito más abajo de la casa de los Rosales siguiendo el estero. Ahí el tonto de Aurelio se topó con la bestia. Y según me contara mi hija, la Petunia, se miraron un buen rato. No sé qué vio la bestia en los tontos ojos de Aure.”
La bestia comenzó a pasearse por las terrosas calles del pueblo, oliscando el aire, pisando severa y segura, despreocupada de la mirada inquisidora de los pueblerinos. Los niños fueron encerrados en sus piezas. Las mujeres se ocultaron detrás de la espalda de sus maridos. Varios de los más jóvenes se anotaron como rondines para proteger los cultivos, todos ellos concientes de que la bestia podía atacar en cualquier momento, especialmente de noche, dominio de grillos y demonios.
El poder de la bestia estaba en su forma. Alta como un gorila y dientes de oso; garras de águila y piel de suricata. Ojos de hombre. Un “bicho nunca antes visto por aquí”, comentó el alcalde, don Primero Cañas, “intentamos que se fuera, con palabras en un principio, a balazos después, y nada, la cosa esa regresaba una y otra vez acompañada del retardado de Aurelio”.
Las desapariciones de Aurelio se hicieron más extensas. La madre, doña Fecunda, pedía socorro a sus vecinos. Pero nadie quería estar cerca ni de Aure ni de la bestia. Ante el cambio de Aurelio de un tonto tranquilo a un idiota perverso los más radicales pedían linchar tanto a bestia como a hombre.
Pero nadie se atrevía. Otro de los poderes de la bestia. Se creía que la bestia podía escuchar a kilómetros el caminar de un ciempiés y ver la cima nevada de la montaña más lejana. “A la bestia no le temo”, dijo doña Fecunda, “a lo que tengo miedo es que Aurelio cumpla su promesa, que no regrese, que viva muerto como ese esperpento de nuestro Señor”.
Cuando la bestia murió, Aurelio tenía ya setenta. No tenía madre ni amigos. Regresó al río con la bestia a rastras. Estuvo parado junto a la orilla por horas. Caminó aguas adentro sujetando a la bestia muerta y con la misma mirada del niño de doce años, saludó a Petunia que estaba entre los habitantes del pueblo con un leve movimiento del brazo. Petunia le sonrió arrugando los ojos ya de niña madura.
Al atardecer, Aurelio regresó el cuerpo de la bestia a las profundidades. El pacto estaba cerrado. Sólo quedaba rezar para que la bestia cumpliera lo prometido una vez que Aurelio alcanzara las puertas del Otro Mundo.
Tres días después Marlicio, un niño de pocos sesos, regresó corriendo a su casa gritando: “¡he pactado con la bestia, viene, la he visto salir del agua!”

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